(una contribución inicial para una discusión reservada)
La aportación de James Alison a un simposio conducido bajo la “regla Chatham House”. No es permitido filtrar quienes han participado ni en dónde tuvo lugar, pues algunos correrían riesgo de violencia u otras represalias de ser conocida su participación. Sin embargo, a los participantes individuales se les permite publicar sus propias contribuciones.
Cuando el clásico esquema eclesiástico de: “verdad”, “penitencia” y “Evangelio del perdón”, se aplica a los asuntos lésbicos y gays, sabemos muy bien que esas tres realidades se conjugan para asegurarnos que, en Verdad, la existencia de la homosexualidad constituye algún tipo de defecto dentro del orden querido por Dios; que la Penitencia, es apropiada cuando alguien se deja llevar por sus tendencias objetivamente desordenadas hasta el punto de cometer actos intrínsecamente malos; y que el Evangelio del perdón se manifiesta cuando un ministro de la Iglesia absuelve al susodicho pecador.
Para quienes se empeñan en afirmar y mantener las cosas así, la verdad es que no tengo nada que decir. De hecho, la conversación con semejantes personas resulta una pérdida de tiempo. Como darse cabezazos contra la pared. La experiencia me ha enseñado que es como si tocáramos un asunto que se ha vuelto “sagrado”, en el sentido en que Girard o Lévinas utilizan el término. El tema está envuelto en un miasma de alergia violenta. La conversación racional muy rápidamente se hace imposible, como si se tocara un nervio a flor de piel.
De modo que, por principio, busco evitar semejantes discusiones que degeneran rápidamente en debates cuyo único propósito es escudarse con destreza esgrimiendo las palabras o la biblia. La conversación se hace posible únicamente entre aquellos que comienzan a darse cuenta de que realmente existe un verdadero problema en este campo y comienzan a poner en tela de juicio el tal “esquema sagrado”, y buscan de alguna manera avanzar. Pero el problema se complica y a veces aumenta, porque hay quienes dependen para su subsistencia, o para mantener su forma de vida o estatus social, del “esquema sagrado”, y no sienten que puedan cambiar por razones de índole económica y laboral, o por razones de orden espiritual o psicológico, y en no pocas ocasiones, por una combinación de ambas, como es el caso entre muchos en el clero. Es pues, en este contexto, que he aceptado con verdadero gusto esta oportunidad para hablar con ustedes y por fin poder poner ante ustedes la pregunta que desde hace tiempo tengo en mente.
Nosotros, los católicos LGBT que vivimos nuestra fe de manera abierta, a partir de quienes somos, y no a pesar de quienes somos ¿podemos ayudarles en algo? Y, en caso afirmativo, ¿cómo? Aquellos que hemos confesado y mantenido la fe católica y cristiana en medio de la violencia desencadenada sobre nosotros durante los dos pontificados anteriores, ¿podemos serles útiles de alguna manera? Y, en caso afirmativo, ¿cómo? Un servidor, sacerdote y teólogo incapaz de ser empleado dentro de la Iglesia debido a las posiciones que he tomado en este campo, ¿puedo servirles en algo? Y, en caso afirmativo, ¿cómo?
¿Qué tal si le damos la vuelta a aquel esquema inicial?
Pues, intentémoslo…
La presencia del Espíritu Santo al renovar la humanidad es muy particular. El perdón de Dios se hace presente entre nosotros al producir la penitencia que abre nuestro corazón para poder vivir en la verdad. Este es un proyecto creador y dinámico en cuyo medio moramos. Nuestra vida, con todo y arrugas, se transforma en testimonio fehaciente de este proyecto. Es por medio del perdón que llegamos a participar de manera libre, consciente e inteligente en el acto divino de traer la creación a su existencia inteligible. Y lo hacemos como hijas e hijos de Dios, herederos del Reino.
A mi modo de ver estamos viviendo en la actualidad un momento fuerte de la llegada del perdón de Dios en la Iglesia Católica. Lo atestigua el choque que produjo la publicación del Rapport Sauvé en Francia. Mientras vivíamos confiados y seguros de nuestros sistemas y de nuestra bondad, fue cuando menos conciencia teníamos de cuánto daño hacíamos, y del aparente éxito que teníamos al esconder tal daño de nosotros mismos. Ahora nos damos cuenta de que el perdón está llegando a nuestra vida por nuestro corazón que comienza a romperse. Es a partir del momento en que tropezamos con lo real. Es una intuición tomista: la forma que toma el perdón en la vida de una persona es la contrición, la ruptura de corazón. Del latín cor triturare.
Por supuesto, no es que Dios quiera romper nuestro corazón por algún prurito de castigo o venganza. Más bien al contrario. Es porque la tendencia del pecado es achicar nuestro corazón y volverlo rígido, y el deseo de Dios, por el contrario, es darnos un corazón más grande, más capaz de desear, más sensible y flexible. La ruptura no nos viene con ánimo de destrucción sino para abrirnos al estilo del polluelo que rompe la cáscara para vivir.
¿De dónde nos viene este perdón, comunicado por el Espíritu Santo? Sepámoslo o no, nos viene de una sola fuente, que es Jesucristo, que murió y resucito por nosotros. Fue porque él ocupó el espacio de la violencia, la vergüenza, la venganza y la muerte. Y lo hizo por nosotros. Ese espacio nosotros lo rehuimos con tanta facilidad y hacemos todo lo posible para que otro lo ocupe. Que caiga sobre otro la violencia que tan fácilmente justificamos. Esa violencia que nosotros consideramos tan necesaria para salvar la situación, al menos en apariencia. Es este espacio al cual le damos el nombre de “pecado” que Jesús ocupó por nosotros. Y así deshizo por medio de su muerte todo el poder que tiene para dominar nuestra vida. Y al mismo tiempo, abrió para nosotros el camino, por cuyo medio nos volvemos libres para actuar en favor de los demás imitándolo a él, sin temer las consecuencias que pudiera acarrearnos el actuar así.
Esta clave de la Sabiduría, que es la cruz de Cristo, lleva mucho tiempo dando fruto en nuestro medio durante largos siglos de aprendizaje hasta nuestra época, incluyendo este momento cuando comenzamos a hablar de manera veraz, como hermanas y hermanos, sobre asuntos LGBT.
La Sabiduría de la Cruz se manifiesta al hacernos sospechar de nuestra propia rectitud y encontrarnos involucrados en otro asesinato colectivo más, como aquel que Jesús sufrió. Ya lo señaló René Girard cuando dijo que: “no fue por el hecho de hacernos más racionales que dejamos de quemar brujas, sino porque ya no podíamos realmente creer en su culpabilidad que nos hicimos más racionales.” Cuando tienes a mano una manera fácil y rápida de resolver un pequeño problema social: “buscar un chivo expiatorio”, entonces ya no te va a importar buscar las causas distantes e impersonales de las cosas. Los cambios en las maneras de relacionarse entre personas son los que producen los cambios en la racionalidad, y no viceversa. Lo relacional es siempre anterior a lo racional. En la medida en la que hemos ido dejando a un lado las falsas acusaciones, las pasiones y las armas de linchamiento, en esa misma medida nos hemos hecho capaces de aprender a caminar en la realidad.
En lo tocante a asuntos LGBT fue, curiosamente, la invención de la heterosexualidad la que nos ofrece una intuición clave para este proceso de aprendizaje. Comenzando en el siglo XVII en el norte de Francia, los Países Bajos y el sur de Inglaterra se percibieron cada vez más casos de algo que los historiadores llamaron el “Companionate Marriage”, o matrimonio entre compañeros y amigos. La concepción tradicional del matrimonio había comenzado a alterarse. Ahora la pareja no era solo la esposa y el esposo, sino también el mejor amigo o la mejor amiga, una pareja con cierta igualdad intelectual y emocional. Cuando esto comenzó a darse en la sociedad, atrajo los comentarios de los contemporáneos por ser algo, si no totalmente nuevo, si poco común.
Poco a poco nuestras sociedades comenzaron a dejar atrás la homosocialidad que había prevalecido hasta entonces. Siendo las culturas homosociales aquellas donde, a partir de una tierna edad, la vida social de las niñas y de las mujeres se desarrollaba fundamentalmente entre ellas, como la de los niños y los varones también. Los matrimonios eran arreglados y la interacción social entre los sexos más o menos vigilada. Hoy en día encontramos tan natural nuestra cultura heterosexualizada que nos parece muy extraño el estilo tradicional de vivir, que prevalece aún en varios países en su mayoría de cultura musulmana. Sin embargo, en términos históricos, nuestra aventura cultural es una verdadera novedad.
Nos reímos bastante cuando Ahmadinejad afirmó que en Irán no había gays. Sin embargo, su afirmación no era tan ingenua como parecía a primera vista, pues él estaba imaginando a su país aún como homosocial. Pues allí donde no hay “héteros” tampoco hay “homos o gays”. Existe, por supuesto, una minoría de hombres que tienen relaciones con hombres, y mujeres con mujeres, pero de una manera discreta e invisible indispensable para sobrevivir. Es así como funciona el gran “no preguntes, no digas” tradicional de las agrupaciones homosociales.
Pues bien, ha sido el paulatino menguar de la cultura homosocial en los países de occidente el que nos ha permitido entender algo acerca de unas personas otrora invisibles. Personas que se volvieron visibles en la medida en la que se hallaban inadaptadas ante el nuevo paisaje, y acompañadas de nuevas formas de violencia. Es a partir de comienzos del siglo XVII en aquellos mismos territorios que mencioné que comienzan a aparecer los “molly houses” – pubs especializados, y las zonas de ligue. Lugares de encuentro para esa gente “rara”, fuera de onda en el nuevo mundo de la heterosexualidad. Y por supuesto fue aquí donde también comenzaron a hacerse objeto de atención “policial”.
No les quito su tiempo repasando las investigaciones de Michel Foucault en su historia de la sexualidad. Mi lectura girardiana de la misma historia, no es acusadora. Son los mismos hechos, pero bañados de una perspectiva diferente. Entiendo por ellos, cómo el perdón divino, de nosotros los humanos, ha ido tomando la forma de una pérdida progresiva de la fe en la culpabilidad y en la peligrosidad de esos parias. La época medieval consideraba el asunto bajo el rubro del “pecado”, uno especialmente asociado con el mundo monástico y clerical. Han sido necesarios cuatrocientos años para cambiar de cara. Al comienzo de la época moderna se convirtió en “crimen” para luego transformarse en “enfermedad”. Luego fue un asunto de salud mental antes de que, ya en la última parte del siglo XIX se convirtiera en “problema psicológico”. O sea, a partir del momento en que se hizo visible este asunto, siempre fue tratado como un problema social que tenía que resolverse de alguna que otra manera. Aunque, poco a poco, su supuesta peligrosidad fue perdiendo credibilidad.
Varios factores confluyeron para permitir, finalmente en los años 50 del siglo pasado, la llegada de un momento auténticamente científico. Entre estos factores, la desmovilización de cientos de millares de jóvenes, hombres y mujeres en las estelas de dos guerras mundiales. Entre ellos, muchos que habían conocido por primera vez a otros y a otras como ellos mismos, entre uniformados o en las fábricas de armamentos. Y en lugar de regresar a sus pueblos de origen, optaron por mudarse a las grandes ciudades donde encontrarían a otros más como ellos mismos. A esto debe añadirse que a lo largo del siglo XX cada vez más personas vivían en pequeños apartamentos, y por esto con una relativa privacidad. De modo que, por primera vez, gente que no vivía su “homosexualidad” como un sufrimiento, comenzaron a decir “Sí, soy, ¿y qué?”. Por vez primera se hizo presente una masa crítica de “sujetos” que no se asumía como un “problema”. Y las disciplinas nacientes de la psicología y la psiquiatría empezaron a reconocer su incapacidad para señalar cualquier patología como intrínseca a una orientación hacia el mismo sexo. Resulta que, cuando se toman en cuenta los factores de estrés propios de cualquier minoría, la gente lesbiana y gay no era ni más ni menos jodidos que todos los demás. Sino exactamente igual.
Es en este momento, a mi modo ver, que nos enfrentamos a algo nuevo. Es el momento cuando dejamos de lado la lente formada por el mecanismo “del chivo expiatorio”. Aquella que nos dice “he aquí un problema social que debe resolverse”. Y estiramos la mano, por fin, hacia una lente auténticamente científica. Aquella que pregunta: “¿en qué consiste esta realidad estable? ¿De dónde viene? ¿Cómo funciona? ¿para qué sirve?
Noten por favor que no llegamos a este momento gracias al genio de unos grandes pensadores. Mas bien fue la presencia relacional de una masa crítica de personas, relativamente poco preocupadas por lo que son, la que permitió a los observadores científicos entender algo real. Siendo la realidad en cuestión algo que se había observado en casi todas las sociedades durante milenios, pero que se había tratado o como vicio o como algún tipo de patología. Incluso en algunas sociedades se veía como señal de poder espiritual, o su inverso, una abominación. Pero, por fin se empezó a reconocer, y a convivir con esta realidad como una variante minoritaria pero no patológica dentro de la condición humana. Lo cual es a la vez algo real y banal.
Acabo de describir someramente para ustedes, los cambios en las relaciones sociales que fueron a la vez necesarios y suficientes para que pudiera darse un descubrimiento científico. Descubrimiento que, en la medida en que se establece como real, comienza a acabar con las acusaciones, las mentiras y las formas de desprecio que habían dominado las conversaciones anteriormente.
Desde los años 50 del siglo pasado cada vez más personas, comenzando por los países occidentales, han reconocido que esta percepción es la correcta. Especialmente en la medida en la que llegan a conocer personalmente a individuos que se llaman a sí mismos “gay” o “lesbiana”. Esto es lo que ha permitido que el perdón de Dios se despliegue de tal manera que, una vida reconciliada en esta área se haga pensable y vivible. Dicho de otra manera, una vida reconciliada tal y como es vivida cada vez con menos preocupación en muchos países occidentales. Sobre todo, en los países herederos de las culturas católica y protestante. Países formados dentro de la tensión histórica entre el Papa y el Emperador, la fe y la ilustración. Las mismas tensiones históricas, dígase de paso, que a lo largo de los siglos forjaron las condiciones de posibilidad del método científico.
Esta misma vida reconciliada la desean intensamente muchas personas, y muchos jóvenes quienes, a pesar de vivir en culturas que aún no han abrazado esta verdad, anhelan vivirla. Ellos pagan muy caro, hasta con la vida, el privilegio de poder alegrarse de quienes son, de encarnar lo que saben que son. Aunque muchos de ellos, como nosotros, somos conscientes de que esta realidad que demoró siglos para emerger en circunstancias culturales muy particulares no puede transferirse inmediatamente a otra cultura sin producir convulsiones sísmicas, no por esto podemos permitir que la “cultura” llegue a ser un justificante de las mayorías para la violencia. Hacerlo sería desvariar con respecto a cosas que hemos aprendido a costa de duros golpes: por la superación parcial de nuestra propia violencia mayoritaria.
¿Por qué he querido comenzar con esta pequeña introducción histórica? No ciertamente para criticar la “heteronormatividad”. Más bien estoy muy agradecido por el mundo de descubrimientos abiertos por nuestra invención de la heterosexualidad a lo largo de los últimos siglos. Con todo lo que ofrecen a la inmensa mayoría de las mujeres y de los hombres en términos de libertad y de justicia. Como por haber hecho impostergable la igualdad entre mujeres y hombres en todos los campos.
No, he presentado esta reseña histórica porque, si desean hablar con nosotros, y les gustaría que les ayudemos a que avancemos, entonces la cuestión de la realidad a partir de dentro de la cual nos estaremos hablando no se puede obviar. La cuestión de cómo vivir la vida según la verdad ha sido central para la formación de la conciencia de cada uno de nosotros. De modo que estarán adentrándose en conversaciones entre iguales, con personas cuya consciencia se ha fraguado en una dura trayectoria vivida en primera persona hacia la verdad.
Como cristianos, y entre cristianos, como lo explicita Amoris Laetitia, no existe otro nivel para que se produzca la conversación que no sea el de la igualdad. Dentro de la Iglesia no existe ninguna voz paterna que ate. Desde la venida del Cristo la voz de Dios ha sido, y es, irreversiblemente fraterna. Y, guiada por el Espíritu Santo, todo proceso verdadero de aprendizaje es horizontal, entre nosotros. Si se descubren queriendo echar mano de alguna voz paterna, y por ende enseñar desde lo alto, entonces se habría echado marcha atrás, y se iría por un camino defensivo que lleva a un mundo hasta más idólatra que el nuestro.
Esta conversación, que estamos entablando, hace más de cincuenta años que la habito personalmente. Y hace casi cuarenta años de manera pública. Si existe una cosa que ha sido constante durante todos estos años, lenta pero constante, ha sido la llegada horizontal entre nosotros de la realidad veraz. El reconocimiento de que una orientación estable hacia alguien del mismo sexo es una variante minoritaria y no patológica en la condición humana, y además que ocurre regularmente. Esto ha llegado a ser recibido cada vez con más certeza, y aceptado pacíficamente tanto por científicos como por la población en general. Como también lo ha sido el sentir de que aquellos que somos los portadores de esta variante minoritaria nos hacemos más funcionales, más estables, más felices, y más capaces de relaciones humanas enriquecedoras en la medida en la cual aceptamos esta verdad como parte formadora de nuestra vida, parte de nuestra capacidad para contribuir al florecimiento propio y ajeno.
A juzgar por la cantidad de personas con quienes he hablado de estos asuntos, de todos los continentes, a lo largo de los últimos cuarenta años, no soy el único en haber descubierto que el viaje emprendido hacia la autoaceptación es largo. Y al igual que en el caso de muchos de mis pares, el mío ha sido un camino de penitente. Poco a poco se me ha roto el corazón en la medida que Dios me estaba perdonando mis idolatrías, mi búsqueda de falsas seguridades, mi deseo de escaparme de ser quien soy para volverme otra persona, mi huida de aceptar ser amado como soy. He tenido que aprender a reconocer la verdad que viene de Dios y a distinguir entre esta y las mentiras que fluyen de aquellos que se toman por defensores de la verdad de Dios, y que buscan con tanto esmero controlar la pertenencia a la Iglesia. He tenido que aprender que no es una menuda tentación la de seguir el juego clerical, avanzando profesionalmente, pero al precio de guardar silencio sobre aquello que es la verdad de mi vida, como también lo es de tantos y tantos de mis hermanos sacerdotes. Caer en una tentación así, me llevaría hacia un pecado muy grave: ganar el mundo, pero perder el alma.
Quienes hemos conocido de cerca las llamas del infierno tenemos sed por la verdad. Pues sabemos que, para evitar aquellas llamas, para llegar a ser un verdadero cristiano, un verdadero ser humano, sobre todo hay que evitar engañarse sobre lo real, acerca de aquello que el Creador está trayendo a la existencia. Muchos de nosotros ya hemos trabajado, al nivel psicológico y espiritual, tantos argumentos que la autoridad eclesiástica ha producido en su entusiasmo por imponernos otra “realidad”, una que coincida más con sus tradiciones institucionales. Estos argumentos no convencen, sea cual fuere la supuesta autoridad que esgrimen. Porque la realidad nos ha ido mostrando quienes somos a lo largo de mucho tiempo, apoyándose en el testimonio de innumerables confirmaciones. Y los argumentos de la autoridad eclesiástica afirman que esta realidad no es de Dios.
De modo que, vamos a imaginar que, tal y como han hecho en el pasado, quieren tomar posiciones públicas sobre, digamos, nuestros matrimonios, nuestro ejercicio de ciertos empleos, nuestra idoneidad para la adopción, para la maternidad o la paternidad; si estas posiciones siguen fluyendo de la premisa básica que nos obliga a definirnos de manera negativa a partir de un a priori falso, que afirma que el acto marital debe estar abierto a la procreación, tendrán cero posibilidad de convencer ni a nosotros ni a una creciente mayoría de gente de buena voluntad. ¿Son capaces de reconocer la falsedad de la premisa? Mantener ese sistema implicaría reconocernos “heteros defectuosos”, algo que no podemos aceptar, no por rebeldía o por ser especialmente perversos y peligrosamente desobedientes, sino porque no es verdad.
De ser fieles a ese sistema, ustedes no podrían en verdad, hablar con nosotros. Porque no seriamos las personas que quieren que seamos para poder hablarnos. Pueden, es claro, y como se ha hecho en el pasado, hablar acerca de nosotros, hablando de un “ellos”. El gran desafío que enfrentan es, si deciden hablar realmente con nosotros, que ese mismo hecho implica el reconocimiento de una realidad para la cual carecen todavía de una descripción verdadera.
Intentemos pues ser rigurosos. Tradicionalmente sólo ha habido dos fuentes a partir de las cuales la Iglesia ha buscado tratar este asunto. Por un lado, algunos textos bíblicos; y por otro el razonamiento deductivo siguiendo la llamada “ley natural”. Los textos bíblicos no hacen referencia al respecto de la variante minoritaria y no patológica en la condición humana que llamamos “la homosexualidad” estrictamente hablando. A lo máximo nos ayudan a criticar ciertas prácticas culturales violentas y abusivas. Sin embargo, somos ahora perfectamente capaces de distinguir entre esas prácticas y las relaciones que fluyen de una orientación profunda, y que las ejercen con libertad personas que comparten sin abusos y violencia un sentido de igualdad social.
Con respecto a la actual variante de la ley natural mantenida por las Congregaciones Romanas en este campo, sí podemos decir algo con absoluta certeza. El deducir lo que algunas personas son a partir de una prohibición tradicional contra ciertos actos que serían contrarios a algo que estas mismas personas no están ni haciendo ni intentando hacer, es toda una hazaña de circularidad lógica. Y la lógica circular nunca ofrece información verdaderamente nueva sobre cualquier cosa que sea.
Pero más importante que esto es el reconocimiento de que, si dejamos de lado estas no-fuentes, no existe, de hecho, otra fuente alguna en la divina revelación que tiene algo que decir sobre esta realidad. Lo que sí tenemos, por contraste, es la manera horizontal y relacional por la cual la Sabiduría divina hace presente en nuestro medio la realidad inteligible de la Creación para manifestarnos el amor que Dios nos tiene. Para esto no existe autoridad externa. Tan solamente la autoridad fraterna que nos mantiene juntos y unidos mientras naveguemos por nuestra inducción eclesial en la realidad.
De modo que ni la Escritura, ni la Tradición ni la Ley natural han sabido nunca reconocer o tratar verazmente de esta realidad. Lo cual tampoco es de sorprenderse dado lo muy reciente de nuestro reconocimiento de esta como variante minoritaria y no patológica. Sin embargo, este reconocimiento sí llegó en nuestro medio por el Espíritu Santo, cuya dinámica siguió exactamente el sendero profetizado por Jesús en los capítulos 15 y 16 del Evangelio de Juan. Si lo hacen, ustedes habrán optado por hablar con gente que ha pasado por el discipulado de aquel sendero hacia la verdad. Personas que han aceptado que es por esta vía del discipulado que se han acercado a la realidad. A nadie se le obliga a entrar en la realidad. Pero la misma realidad nos invita de manera amigable a entrar en ella. Es parte del significado de la doctrina de la Creación.
Es solamente ahora que la autoridad eclesiástica se atreve a entrar en la conversación por la cual comenzamos a elaborar aquello que sería una enseñanza eclesiástica auténtica en esta materia. Sospecho que el atrevimiento tomará la forma de un reconocimiento tímido de que nosotros, las personas lesbianas y gays, con todo y las fallas que compartimos con el resto de la humanidad, sí somos capaces de hablar la verdad. Que nuestra narrativa en primera persona es aquella de una hija o un hijo de Dios en buena consciencia. Una persona pecadora, sin duda; equivocada sobre muchas cosas, por supuesto; pero no radicalmente autoengañada con respecto a lo que somos. Sospecho también que Dios hará de todos nosotros verdaderos testigos del “¿por qué? y del ¿para qué? que Dios quiso bendecir a la humanidad con tan extravagante regalo. Con tal que nos ayudemos mutuamente a compartir el perdón de Dios y así entrar juntos en la realidad creada como herederos del Reino.
Les dejo con las palabras de Gaudium et Spes 36.2, que espero se vuelvan paradigmáticas para nuestro trabajo.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
James Alison
Lyon, Paris, Madrid, diciembre de 2021
Traducción del autor, en versión revisada amablemente por Fray Daniel Ulloa OP