¡No hubo manera de evitarlo! Por fin estalló. Se ha arrancado el velo a lo que en Francia se llama, con gracia, un “secret de Polichinelle” – un secreto a voces: algo que todo el mundo sabe, pero con una evidencia fugaz y a lo que tampoco se presta demasiada atención. Lo que era meramente anecdótico adquiere por fin una visibilidad sociológica. Ya era hora.
Introducción
El libro de Frédéric Martel Sodoma: poder y escándalo en el Vaticano es la primera tentativa de la que tengo noticia de contestar, a partir de una investigación rigurosa, a la pregunta: ¿Cómo y por qué el principal obstáculo institucional a los derechos LGTB a nivel mundial está aparentemente, tan abrumadoramente poblado de hombres gays? Se mire por donde se mire, la pregunta no es estúpida. El autor dedicó varios años al periodismo de investigación en busca de la respuesta. Hizo múltiples viajes intercontinentales, pasó meses viviendo tanto en Roma como dentro del mismo Vaticano, siempre con su propio nombre. Llevó a cabo cientos de entrevistas con aquellos que están, de una u otra manera, involucrados. Desde trabajadores del sexo a cardenales, pasando por periodistas, médicos, abogados, policías, curas, diplomáticos y abogados. De la evidencia recogida surge un cuadro: la homosexualidad vivida sistémicamente de forma deshonesta crea una cultura de mutuo encubrimiento que se autorefuerza constantemente: la estructura del armario clerical.
Algunos hechos que descubrimos en el libro son a la vez nuevos y perturbadores. Las relaciones entre Pinochet, los círculos católicos gays de derecha en Chile y Angelo Sodano, (el responsable de tantos nombramientos del tan caído en desgracia episcopado chileno); el chantaje que pudo efectuar la Junta Militar Argentina de los años 70 sobre el nuncio Pio Laghi, gracias a la debilidad de este por los “taxiboys” locales; la pregunta sobre hasta qué punto los abusos sexuales en la Archidiócesis de la Habana fueron la última gota para el Papa Benedicto, el gatillo para su renuncia; los vínculos entre Alfonso López Trujillo y el narcotráfico en Colombia, como también la violencia sexual que practicaba con los chaperos de Medellín .Y tantas historias más, de dinero y de sexo. Algunos de estos relatos ya eran conocidos en sus países de origen, por lo menos por los periodistas locales; pero esta es la primera vez que se atan tantos cabos sueltos a nivel mundial.
artel retrata, sí, algunos monstruos en sus páginas, como también muchas cosas que apenas merecerían un apunte, a no ser por desplegarse en medio de la vida, por otra parte, burocrática, del alto clero. Pero no es un libro especialmente lascivo. A todos los elementos potencialmente sensacionalistas se les ha rebajado el tono para destacar el funcionamiento de un sistema cuyos funcionarios creen manejar, pero que de hecho les maneja a ellos triste y cruelmente. El autor tiene claro que topa con muchísimos hombres gays, pero con muy pocos pedófilos. A diferencia de algunos de sus entrevistados, está perfectamente enterado de que se trata de dos cosas muy distintas. Este no es, de ninguna manera, un libro sobre el abuso clerical a menores. Sin embargo, la naturaleza sistémica de la mendacidad que queda al descubierto sí tiene consecuencias importantes para comprender la causa de que el encubrimiento del abuso a menores haya sido tan habitual. Esta misma falsedad sistémica arroja también luz sobre por qué toda una generación del alto clero, a partir del fin del Concilio Vaticano II, no pudo participar en el proceso público de aprendizaje sobre la homosexualidad, proceso éste que nos ha caracterizado en mayor o menor grado a todos, en todas las culturas, a lo largo de los últimos cincuenta años. Queda patente, entrevista tras entrevista, que el fracaso recalcitrante del alto clero en este aprendizaje ha jugado un papel enorme en la pérdida para el Evangelio de toda una generación de fieles. Al igual que lo ha jugado también su habitual encubrimiento de los abusadores clericales.
Sí, ¿pero será verdad?
Antes de proseguir, es menester que sea transparente. Soy una de las muchas fuentes de este libro, y una de las pocas en aparecer con nombre propio. Llegué a serlo gracias a un colega del autor en París que le habló de mis intentos a lo largo de los últimos 25 años, de hablar y escribir sobre esta realidad. Para gran alivio mío, resultó que yo sí había intuido algunos de los elementos estructurantes del relato. Además, el autor me ha tratado con inmerecida generosidad, hasta el punto de incluir a mi Bulldog Francés, Nicholas, en sus páginas. Quisiera informar, no tan sólo del hecho de ser fuente, sino también de lo que aprendí durante el proceso de llegar a serlo. Pues tiene relación directa con la fiabilidad del autor, y si lo que dice es verdadero. Preguntas estas que es muy probable que se produzcan, ya que algunas personas ciertamente tendrán necesidad de disparar al mensajero para restarle importancia al mensaje.
El autor me era desconocido cuando recibí su solicitud de entrevista. Me envió un ejemplar de su libro Global Gay como presentación del tipo de periodismo que él practica. El libro es una exploración de cómo “gay” llegó a ser una marca mundial, inculturada de maneras diversas en las comarcas más distantes del planeta. Se da el caso de que conozco bien varias de las ciudades que describe, por ejemplo, México y Bogotá. La descripción que hace de su vida y ambiente gays concordaba con mi experiencia, lo cual me hizo pensar que con toda probabilidad es igualmente fiable cuando escribe sobre Teherán y Taipéi, ciudades que no conozco. Es más, mostraba sutiles matices antropológicos al hablar de sus entrevistados y conocidos, lo cual me llevó a pensar que probablemente sabría evitar lo monocromático al tratar todos los “tonos de gay” en la Iglesia. Noté también su profesionalidad con las fuentes, protegiéndolas cuidadosamente en los países o situaciones donde era menester, permitiendo al mismo tiempo a aquellos que querían hablar con su propia voz que lo hicieran a su manera.
Ya antes de nuestro encuentro Martel llevaba tres años con su proyecto eclesiástico, y yo estaba favorablemente dispuesto a aceptar su fiabilidad. Pude compartir con él tanto mis puntos de vista sobre determinadas historias que conocía por dentro, como también los nombres de amigos y contactos que tal vez le sirvieran para otros temas. También cumplió con su promesa de permitirme revisar, antes de la publicación del libro, tanto las citas directas atribuidas a mí, como las indirectas. Algunas se habían “mejorado” digamos, durante el proceso de edición, pero nunca de manera que llegaran a tergiversar mi intención.
Con respecto al tratamiento que el autor da a las historias que me eran conocidas, doy testimonio de sus páginas sobre el fallecido Cardenal López Trujillo. De visita a Medellín en 2003 yo había escuchado historias sobre este prelado y la necesidad que tenía de la violencia en sus relaciones sexuales con los chicos de pago locales. Hay que entender que, en aquella época, con López Trujillo todavía vivo y poderoso tanto en Colombia como en Roma, nadie quisiera hablar sobre esto en público. Quince años más tarde mi anfitrión inicial, el Padre Carlos Ignacio Suárez, un sacerdote de enorme valentía, había sucumbido al cáncer pancreático. No obstante, pude indicar a Martel contactos entre los amigos “paisas”. Cuando por fin leí las páginas relevantes del libro, no tan sólo confirmaban lo que había escuchado, sino revelaban un caso de dimensiones mucho mayores de lo que pudiera imaginar. Aturde descubrir que mucho de esto ya se sabía tanto en Bogotá como en Roma mientras López Trujillo aún vivía.
Dudo que mi experiencia como fuente haya sido única. El autor me trató de manera profesional y descubrió a base de un trabajo arduo que aquello que yo había pensado que era cierto tenía mucho más de verdad de lo que imaginaba. Por eso me inclino a creer que muchas de sus fuentes anónimas habrán tenido la misma experiencia al leer el libro, sin poder decirlo públicamente.
Una observación más sobre este tema. El asunto de este libro es la vivencia deshonesta de la homosexualidad que estructura la vida clerical. Es un campo notoriamente fértil para toda clase de chisme. Por esto es muy fácil desestimar cualquier abordaje del tema, alegando que no pasa de “meros chismes”. Pues bien, el autor ha hablado con muchísimos clérigos gays que viven en el armario. Y la mayoría de ellos se ha mostrado dispuesto a contarlo todo sobre los demás (y los demás, por supuesto sobre ellos). En la medida en que me es posible juzgarlo al leer el libro, el autor tiende a no atribuir la homosexualidad o su práctica a cualquier sujeto con base en tan solo las saetas venenosas típicas del mundo anterior a la liberación gay que él describe con tanto tino. Más bien ha buscado múltiples testigos e intentado, en lo posible, hablar con los mismos sujetos para ver si soltaban prenda. Olvídense de los canarios: las divas wagnerianas se desmayarían de envidia ante lo mucho y fuerte que cantaron muchos de estos varones. Tanto al hablar, como por su persistencia en querer pasar su número de móvil a los jóvenes traductores (masculinos) del autor.
En algunas ocasiones me incomodó la presencia de insinuaciones y dobles sentidos en el texto. Tal vez por recordarme demasiado mi propia vivencia de este mundo. Me acuerdo de un chisme sudamericano sobre una supuesta relación sexual entre un servidor y otro miembro de la congregación religiosa con la cual estaba asociado. Se da el caso de que el chisme era falso. Podría haberse desacreditado sencillamente al preguntar a cualquiera de los dos y observar la evidente hilaridad con la cual habría recibido la sugerencia. Como también lo habría descartado cualquier amigo conocedor de mis gustos. Sin embargo, el objetivo del chisme radicaba más en la maniobra política que en la insinuación sexual. Aquellos que lo amplificaban no tenían ni intención de determinar su veracidad, ni interés en hacerlo. Era su utilidad la que importaba, y nada más.
De hecho, es difícil imaginar cómo podría navegar por la estructura clerical un periodista de investigación. Bajo cualquier régimen “total” u opresor, los de dentro a la vez sobreviven y protestan por medio del humor. Recuerden el colapso temporal del humor político después de la muerte de Franco. Del mismo modo, una vez dentro de aquel mundo total que es el “closet” eclesiástico, es difícil saber donde terminan el humor negro de sobrevivientes y las insinuaciones, y donde empieza la evidencia. Por lo mismo es difícil saber dónde un periodista estaría haciendo ruido allí donde el rio no suena, o más bien señalando el agua que el rio sí lleva.
Por el otro lado, también es posible contribuir al encubrimiento al tildar algo de “mero chisme”. Quedé sabiendo como chisme en 1987 lo que resultó comprobado sobre el Padre Maciel décadas después. El chisme sobre el arzobispo Nienstadt también, diez años antes de que fuera confirmado por los investigadores legales del Estado de Minnesota. Ni qué decir de los chismes sobre el famoso chalé de playa de McCarrick que salió a la luz en 2018. Se da el caso de que todos los que tildaron de “meros chismes” estos relatos contribuyeron a su encubrimiento. Una investigación correcta no se escuda detrás de la imposibilidad, en casi todos los casos, de obtener evidencias fotográficas. Procede filtrando los chismosos hasta descubrir si hay algún testigo auténtico en cuya veracidad se puede confiar. Luego, si el asunto lo merece, se interroga directamente al señalado. En el medio altamente mendaz que es la estructura clerical y sin que el periodista disponga de los instrumentos de la ley civil – citaciones, amenazas y deposiciones legales – no hay mucho más que pueda hacer.
Pues me parece que es esto justamente lo que ha hecho el autor en la medida de lo posible. Y no, no se trata de un periodista amarillista tras una exclusiva morbosa. Es el autor de varios libros, una personalidad abiertamente gay de centro izquierda en la vida política francesa. Ha sido consejero de un primer ministro y de varios ministros de gabinete. Aunque se describe como un ateo de cultura católica, no hay ni resentimiento ni anticlericalismo en sus páginas. Siendo así, se compara favorablemente con la última persona que intentó un “outing” masivo de los gays del Vaticano, el arzobispo Viganò. Los “outings” de éste fueron ideológicamente muy selectivos, faltándole, curiosamente, incluir a aquellos que son más afines a sus ideas. También sus ráfagas de entusiasmo por el tema eran algo confusas, dejando más de un herido de bala perdida, y su propia obsesión sugería una compleja relación personal con el asunto. Martel, por contraste, no tiene nada que esconder. Sin duda hay muchas más cosas que él sabe, pero le faltan las evidencias para podérnoslo contar; algunas otras, las habrán suprimido o suavizado sus editores, por consejo de sus abogados; y otras más sólo podrán decirse cuando los concernidos hayan partido hacia la más lejana orilla.
Una vez visto, no se puede dejar de ver
Hasta leer las páginas de Martel nunca había entendido bien porqué Sócrates y Aristóteles afirmaban que en el maravillarse – thaumazein – está el principio del pensamiento serio. El cuadro global que emerge es como para aturdirse. Soy alguien que ha visto desde dentro todo aquello que describe. He convivido con esta realidad toda mi vida de adulto. Hace muchos años que estoy intentando hablar o escribir sobre la misma. Y, sin embargo, no llegaba ni de cerca a acertar con el tamaño y la densidad del armario clerical y a apreciar cuánto distorsiona todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Es cómo si hubiera percibido un atolón en marea alta, mientras que Martel ha puesto al descubierto el volcán que había debajo. Hablar de mi asombro es poco útil, pero sólo así consigo describir mi sorpresa por las dimensiones de lo que está saliendo a la luz.
De hecho, más que alguna revelación particular sobre este u otro clérigo de alto rango que resulta ser un armarizado cuyo maquillaje no esconde su odio contra si mismo, el libro de Martel tiene el efecto de poner de manifiesto de manera repentina y por primera vez, lo inimaginablemente gay que es el alto clero de la Iglesia Católica. No se trata simplemente de proveernos de estadísticas más exactas en un campo donde los obispos se han mostrado muy renuentes en conocer la verdad. Más bien el asombro llega en la medida en la que vas siguiendo la narración a lo largo de más de medio siglo, y descubres lo que se abre ante tus ojos. Martel despliega de manera acumulativa el desarrollo de este asunto en el Vaticano desde el pontificado de Pablo VI y cómo también se ha vivido en varios países claves: España, Francia, Italia, Chile por no citar más. Cada vez se muestra la misma estructura básica: la inducción a y la reproducción de una homosexualidad mal vivida, una dinámica largo tiempo escondida a plena vista.
Todo esto te lleva a caer en la cuenta de que estás viendo algo que una vez visto no puede dejar de verse. Por nadie que lo haya visto. Una vez visto, ya se conoce como un hecho sobre la institución eclesial, que no se podrá sortear. Fingir lo contrario sería señal de delirio. Antes de considerar si es bueno o malo que sea así, o de tomar cualquier decisión al respecto, vale la pena hacer un alto y contemplar boquiabierto esta perspectiva enteramente nueva sobre una significativa institución cultural humana, nunca vista antes por nadie.
Y al decir nadie, no exagero. Algunos lectores tal vez imaginen que, en algún lugar del Vaticano, o en alguna Nunciatura, han de existir personas que ya sabían todo esto. No como mera especulación, sino en detalle. De la misma manera que un controlador de tráfico aéreo sabe donde están todos los aviones en vuelo, cosa que aquellos que están dentro de los mismos, o en tierra, no pueden ver. Es más, algunos lectores tal vez piensen que esta gente que todo lo sabía ha estado escondiéndonoslo deliberadamente. Este tipo de fantasía, de un panóptico malévolo, es, como toda teoría de conspiración, atrayente. Pues, como toda imaginación conspiratoria, es un atajo, algo que aparentemente nos ofrece claridad, unos “shots” de sentido basura con los buenos y los malos convenientemente a la vista.
Sin embargo, algo que emerge del libro es que solamente alguien de fuera, con mucha paciencia y diligencia, podría alcanzar a ver a través de tantos diferentes “armarios” – un colmenar de armarios en la excelente frase del profesor de Harvard Mark Jordan – y llegar así a darnos la primera visión radiográfica del todo. Ninguno de los moradores de estos armarios tiene sino una muy escasa visión de aquello que pasa más allá de sus celdillas circundantes. De esto tampoco debemos sorprendernos. Pues no estamos hablando de una gran mentira donde todos juegan al machote en público hasta volver a meterse tras las murallas del Vaticano; una vez allí pueden relajarse, como en el camerino de un teatro, quitarse el maquillaje, llamarse Mónica, Morgana, o Mechtilde e intercambiar chismes sobre sus respectivos novios.
Más bien estamos hablando de un sin fin de mentiras chicas, de maniobras defensivas, actos de esconder el propio ser, adopción de posturas convenientes, miedos a perder su medio de ganarse la vida, traiciones a los amigos, amores disfrazados, atisbos de chantaje, alianzas extrañas, intercambios codificados y creaciones resilientes de burbujas habitables. Se trata también de cómo los nuevos son inducidos a participar en el juego. Todos los involucrados están mintiendo acerca de sí mismos y de los demás; además al mismo tiempo saben y no saben aquello que los demás saben sobre ellos. A muchos les tortura su propia duplicidad, pues no todos consiguen la perfección de la pulida disonancia cognitiva evidentemente alcanzada por algunos de los entrevistados por Martel. Esto corrobora mi propia observación: el anticlericalismo y el odio al Vaticano más feroces que he oído en mi vida han sido en boca de sus propios empleados clericales.
No, pueden estar seguros de que muchos de los de dentro del sistema clerical, muchos de aquellos que fueron entrevistados para estas páginas, tanto pública como anónimamente, van a quedarse tan atónitos como me quedé yo, y como imagino se quedará la mayor parte de los lectores, al terminar este libro. Los de dentro recibirán una perspectiva sobre cómo y donde trabajan que nunca la tuvieron antes. La sociología bien hecha facilita una visión sobre los moradores de un sistema que estos nunca podrían alcanzar solitos. Naturalmente, en la medida en la que ellos asuman esta perspectiva nueva, se alterará su estructura desde dentro de maneras que no podremos anticipar.
Demos un paso atrás y vayamos despacio
Surgirán un sinnúmero de reacciones inmediatas al libro de Martel, intentos de hacer que encaje dentro de las guerras culturales de actualidad; posiblemente torrentes de furia de gente que no se ha tomado el trabajo de leer sus más de quinientas páginas. Pues, aunque la prosa de Martel es clara, elegante y a veces hasta chistosa, es un libro sofisticado. ¿Cuándo fue la última vez que la mayoría de nosotros leyó un libro salpicado de citas de Rimbaud? ¿O donde un apartado sobre el mundo cultural de Jacques Maritain y los círculos literarios gays de la Francia de comienzos del siglo XX sí viene al caso para el tema central? De modo que los lectores tendrán que tomarse su tiempo para formarse un criterio sobre el libro, y más tiempo aun para caer en la cuenta de lo allí aprendido. De una cosa tengo certeza: una vez visto, no puede dejarse de ver. Y una vez visto, este mismo hecho producirá una gran alteración en el sistema de mendacidad que está saliendo a la luz, y al cual se está poniendo ante un espejo.
Para comprender lo que estamos viendo, creo que vale la pena decir algo que espero que sea evidente: era de esperar que día antes, día después apareciese un libro de este tipo. Y esto por dos razones: En primer lugar porque, sea para bien o para mal, todas las estructuras institucionales a nivel mundial están haciéndose cada vez más porosas, menos creíbles, y menos capaces de exigir deferencia; gracias a los medios sociales sabemos muchísimo más sobre la vida de las personas que las habitan de una u otra manera; y la mística asociada a las “casas de hombres” puramente masculinas y generadoras de mitos, (estén en Papúa Nueva Guinea, en el Vaticano o entre los senadores republicanos estadounidenses) se ha debilitado hasta el punto de haberse vuelto absurda, a veces por lo cómico, a veces por lo brutal.
En segundo lugar, puesto que la tendencia generalizada desde la segunda guerra mundial hacia la visibilidad y la normalidad no-patológica de la gente gay, ha resultado ser, no una moda, ni una forma de degeneración de la sociedad sino un proceso auténtico de aprendizaje humano acerca de algo verdadero sobre nosotros mismos. La autoridad eclesiástica se mostró capaz de aprender sobre la mutabilidad de las estructuras institucionales en la época del Concilio Vaticano Segundo. Sin embargo muy poco después, le causó tal pánico la emergencia de la normalidad gay que entró en campaña para tapar el sol con un dedo e insistir en reforzar la deshonestidad entre su ya muy grande población gay. Este libro atestigua el fracaso de aquella campaña, pues lo que otrora era innombrable, ya se habla con cada vez mayor facilidad y sin tapujos. La gente tiene expectativas de honestidad cada vez más altas en esta materia. Cada vez más jóvenes son capaces de detectar inmediatamente que si un cura se niega a decir si es hetero o si es gay, sino que se esconde, diciendo que es célibe, entonces es, de hecho, un hombre gay deshonesto, con toda la disfuncionalidad social que se puede esperar como resultado. Donde la homofobia estridente se interpretaba como señal de una verdadera masculinidad, ahora levanta más risitas sobre aquel que habla que sobre los blancos de su animadversión.
No hay que sorprenderse, entonces de que ya para finales del pontificado del Papa Ratzinger un gran número de empleados jóvenes y de mediana edad del Vaticano se encontraran muy cerca de la ebullición gracias a la disonancia cognitiva, fruto de una enseñanza falsa a la cual rinden un homenaje postizo, como condición sine qua non de su empleo. Y noten por favor que no es el guardar la continencia esta condición sine qua non. Para probable sorpresa de personas de culturas anglosajonas norteñas, prácticamente nadie en esta cultura mediterránea parece preocupado por esto, con tal de que se evite el escándalo. No, el tal sine qua non es: “No serás una persona veraz, ni vivirás ni actuarás honestamente como hombre públicamente gay, por muy casto que seas”. Pues esto sería levantar dudas sobre los demás, y al mismo tiempo contradecir la posición oficial que dice que sufres de un desorden objetivo grave que te discapacita para el sacerdocio. De ahí la mezcla entre el anhelo por la honestidad que se vive fuera y la presión de la disonancia cognitiva, que crece con cada generación, y que ayudó a abrir para Martel tantas puertas dentro del Vaticano, así como dentro de Conferencias Episcopales y Nunciaturas a escala mundial, llevando a la soltura de lengua de sus moradores.
Quien piense que se trata de un periodista anticlerical que ha engañado de manera cruel a sus entrevistados con la finalidad de un “outing” espectacular de la Iglesia, estaría tomando el rábano por las hojas. Más bien encontramos, repetidas veces, a un periodista bastante relajado y poco prejuicioso, a quien le caen bien no pocos de sus entrevistados. Está ofreciéndoles a cierto número de empleados eclesiásticos sin voz, una oportunidad para expresar por medio de él su rabia, desesperación y tristeza frente a este sistema tan evidentemente insostenible.
Atisbos de una reacción no escandalizada
¡Ojalá pueda recibir la autoridad eclesiástica con serenidad y gratitud, y como impulso a una mejor vivencia del evangelio, el conocimiento impartido por este libro! Pero sería una locura hacer una apuesta en este sentido. A partir de ahora ninguna crítica al clericalismo del tipo que nos pide el Papa Francisco puede dejar de tomar en cuenta la mendacidad sistémica con respecto a la homosexualidad mal vivida que trasparece en las páginas de Martel. Sin embargo, todo aquello que estamos empezando a aprender sobre el colapso de las estructuras institucionales a nivel mundial nos revela lo sin norte que están los encargados de su reinvención, cara a las realidades contemporáneas. Aun así, me gustaría señalar algunas posibles reacciones que me parece que hacen un flaco favor mientras digerimos lo que ha salido a la luz y le permitimos que informe nuestro proceso de discernimiento.
La primera reacción poco útil seguramente vendrá de aquellos para quienes cada nuevo episodio en el escándalo sin fin causado por el encubrimiento clerical de los abusos a menores, es un nuevo pretexto para lanzar ataques al clero gay. Como si hubiera algo inherente al ser gay que predispone a las personas a que abusen de menores. Y es que estamos ante un libro que confirma que el alto clero es gay en proporciones jamás imaginadas, ni siquiera por las denuncias del Cardenal Burke o del arzobispo Viganò, o hasta las agudamente histéricas del fallecido obispo Morlino. Sin embargo, dudo que los fóbicos obtengan una alegría de esta evidencia que alcanza los niveles de su alarma, ya que la misma evidencia deja totalmente claro que los hombres gays de doble vida están si fuera posible, hasta más presentes en el ala tradicionalista y públicamente homofóbica de la Iglesia que en las demás. Y ¿quién va a encabezar la tan anhelada purga, si la necesidad de purgar la homosexualidad en los demás es, de por sí, uno de los indicios más fehacientes de la homosexualidad mal vivida?
Pues no. De existir un vínculo inherente entre la homosexualidad y la pedofilia, sería muy notable que no se hubieran dado muchísimos más casos de abuso clerical a menores a lo largo de los últimos cincuenta años, teniendo en consideración la proporción insospechadamente alta de curas gays. La evidencia no sugiere que la alta proporción de hombres gays entre el clero lleve a mayor incidencia de abusos a menores, sino que la omnipresente deshonestidad clerical con respecto a su homosexualidad, independientemente de cualquier práctica sexual que pueda existir, tenga una fuerte correlación con el habitual encubrimiento eclesiástico que suele darse una vez aparece algún incidente de abuso a menores. O sea, es la chantajeabilidad, real o imaginada, y no la homosexualidad, el asunto clave aquí.
Una segunda reacción que me parece poco provechosa vendrá de los que digan: “Pues bien, no veo el problema en el hecho de que haya tantos curas, obispos y cardenales gays, con tal que mantengan su compromiso con la continencia”. Con delicadeza llamo a esta reacción poco provechosa, puesto que algunos de los que argumentan de esta manera son católicos heteros enteramente decentes que no quieren, de manera alguna, ser homofóbicos. Tan solo quieren que se mantengan las mismas exigencias fuertes para el clero gay que obligan al clero hetero. “Mientras la disciplina del celibato esté en vigor, debería aplicarse igualmente a todos, independientemente de su orientación.”
Voy a ofrecer una explicación gay de por qué esto no ayuda, y para esto tengo que pedir al lector que suspenda cualquier sospecha de que estaría intentando de alguna manera justificar que el clero gay tenga derecho a una mayor libertad sexual que el clero hetero. No lo estoy justificando. Estoy totalmente a favor de una Iglesia donde, sea la que fuere la disciplina en vigor, se aplique de manera equitativa. Sin embargo, para que este sea el caso, los candidatos heteros y gays para el seminario tendrían que comenzar desde la misma línea de salida. Y por ahora, no es así.
¿Cómo serían las cosas con una línea de salida compartida? Pues, los jóvenes adultos de la orientación que sea habrían crecido desde la más tierna infancia con la conciencia de que el matrimonio con alguien de su elección amorosa es una posibilidad no sólo real, sino deseable. Posibilidad esta que trae consigo felicidad, reputación y el fortalecimiento de sus vínculos familiares. A partir de su adolescencia se habrían socializado por medio de sus parientes y compañeros en procesos de noviazgo. Y si tienen suerte, habrían tenido alguna preparación para la humanización de sus deseos sexuales con respecto a posibles parejas futuras. Sus sueños comentados en voz alta habrían sido agradable fuente de humor tanto para su familia como para sus colegas. Se habría por lo menos esperado o tolerado, cuando no animado, su experimentación emocional y erótica.
De estos jóvenes adultos, algunos pocos, en paz con su orientación sexual y caminando hacia una responsabilidad emocional y erótica, se encuentran llamados a no continuar por el camino mayoritario hacia el matrimonio, sino a abrazar una vida de soltero como su propia forma de seguir a Jesús. Esta opción les ofrecerá un tipo de florecimiento diferente, en la medida en la que se autodonan en variadas formas de trabajo pastoral que los alejan de las estructuras salariales necesarias para mantener una familia. A jóvenes adultos de este tipo se les da la bienvenida al seminario. Allí adentro, como parte de su educación teológica pueden compartir su historia de vida hasta la fecha. También reciben la formación necesaria para un desarrollo de soltero adulto psicológicamente saludable, con una buena red de apoyo al prepararlos para su futuro campo laboral.
Espero que sea de sobra evidente que este cuadro, de por si altamente idealista hasta para los candidatos heteros es sencillamente inexistente para los candidatos gays. En primer lugar, la autoridad eclesiástica aún enseña que a un joven gay no se le puede socializar de manera apropiada por la humanización de sus impulsos emocionales y sexuales hacia el sueño de casarse con alguien de su elección amorosa. De hecho, demasiados colegios de enseñanza secundaria católicos, sobre todo en EEUU, demuestran un legalismo feroz al intentar aplicar estas enseñanzas a la vida, tanto de sus empleados, como de sus alumnos. Es más, las autoridades enseñan que un joven gay no tiene verdadera libertad de elección entre formar pareja o permanecer soltero. Tiene una obligación solemne a la vida célibe, reforzada de manera poderosa con la amenaza del infierno.
De hecho, las autoridades niegan que pueda existir una persona abiertamente gay emocional y psicológicamente equilibrada que pudiera efectuar una elección libre entre vivir en pareja o ser soltero, y así llegar a ser un candidato honrado para el seminario. Su propio documento de 2005 lo deletrea con claridad. Tanto el cardenal que lo firmó como el “perito” que lo defendió en L’Osservatore Romano, Mons. Anatrella (él mismo suspendido del sacerdocio bajo sospecha de abusos sexuales a varones adultos) acaban con cualquier duda: hasta los hombres gays castos no pueden ser sacerdotes a causa de las inherentes deficiencias psicológicas que los caracterizarían. La única conversación apropiada entre un candidato gay y un director de vocaciones es aquella en la cual el candidato tiene la obligación de contar que es gay, y el director tiene la obligación de decir que el candidato deberá retirarse. Esta prohibición fue repetida tan recientemente como en 2016.
Ahora bien, es evidente para todo el mundo que la posición oficial es una mentira, y no se aplica casi en ninguna parte. Hasta los obispos de línea más dura afirman no discriminar basándose en la orientación sexual sino en lo que llaman “la madurez afectiva y emocional”. Pero esto significa que, en realidad, no creen en su propia enseñanza, pues están admitiendo al seminario a personas cuya existencia viene negada por la enseñanza oficial. Los candidatos admitidos así están automáticamente implicados por su mera presencia en la deshonestidad de sus superiores. Es más, con solo fingir no ser gay, (y muchos han tenido toda una adolescencia para aprender como pasar por hétero) ningún candidato gay tendrá dificultad en encontrar suficientes profesores en el seminario que le introduzcan en el juego de guiños y disfraces. Pues estos son ya diestros en el asunto.
En resumen, mucho antes de que surja cualquier pregunta sobre la práctica sexual del candidato, sea en el pasado, la actualidad o el futuro, éste se da cuenta de que la única cosa imposible es que se presente de manera directa y honrada en primera persona. No encuentra una institución que estaría dispuesta a respaldar su narración en primera persona contra los fóbicos, tanto de dentro del seminario, como de fuera. Tampoco encuentra una institución que ofrezca al candidato una socialización de por vida al lado de admirados miembros mayores, ellos mismos ejemplos de un honesto relato en primera persona, al asumir su opción por la continencia sexual, ayudándose todos mutuamente en sus respectivos momentos difíciles.
A aquellos que dicen “No exigimos otra cosa que la continencia vivida tanto por los gays como por los héteros” quisiera contestarles: es la receta perfecta para que no cambie nada del sistema actual. Si resolver el problema fuese tan fácil como insistir repetidas veces en la continencia, entonces ¿qué ocurre con los sacerdotes que la han mantenido, o bien íntegramente, o después de recuperarse de algún lapso reconocido como inapropiado? ¿Por qué no se han puesto en pie para hablar en primera persona? Podrían haberlo hecho, por ejemplo, para dar testimonio de la falta de relación entre ser gay y ser pedófilo. O sencillamente para hacer visibles unos modelos para jóvenes atribulados. Mi amigo el Padre Jim Martin nos asegura que existen miles de sacerdotes fieles de este tipo, y estoy de acuerdo con él. Pero ¿por qué, entonces, su clamoroso silencio? En un artículo reciente sobre los curas gays Andrew Sullivan, también amigo mío, no pudo encontrar más que un solo sacerdote americano muy valiente dispuesto a hablar en su propio nombre y en primera persona.
No, el silencio de estos muchos y fieles sacerdotes nos dice que el problema está en la honestidad pública con respecto a quienes son, más bien que en la continencia. Hasta los pocos que no tienen ningún incidente en su vida pasada que sea motivo de rubor, no hablan. ¿Será que porque al hablar darán miedo a sus amigos y compañeros? Perderás todos tus amigos si su asociación contigo les saca a ellos del armario. Si a ti no se te puede chantajear en un campo donde a tantos sí se puede, entonces ¿cómo podrán contar contigo para guardar el secreto ajeno, o para comportarte con la debida discreción cuando estás con ellos? Es más, si hablas directa y honradamente como cura gay, por casto que seas, estás dando testimonio público contra la enseñanza oficial, quieras o no. Esta enseñanza te describe como portador de un desorden objetivo que te incapacita para el ejercicio apropiado de tu papel. Dicho de otra manera, la honestidad te llevará a perder los amigos, y a tener tus posibilidades de empleo en la Iglesia reducidas a las existentes en Siberia.
Es aquí donde resultan difíciles para los amigos heteros mis explicaciones de hombre gay. Si lo comparamos con el asunto de la sinceridad acerca de ser gay contado en primera persona, lo de la continencia tiene ínfimo peso para la mayor parte de los curas gays. En primer lugar, y dejando de lado los moralismos sin fin a su respecto, es difícil que se den actos humanos de menores consecuencias que los actos sexuales entre dos miembros adultos del mismo sexo que consienten. No dañan a nadie, y no producen ni bebés ni cualquier alteración fisiológica o intelectual discernible en los participantes. No existe diferencia perceptible entre un Monseñor que tiene un amigo con derecho a roce, y un Monseñor cuyo amigo viene sin tales beneficios. Es más, si el Padre Fulano sale de vacaciones cada año con su amigo Mario ¿quién podrá decir si tienen sexo o no? Y, más contundente ¿a quién rayos le importa un comino? El asunto carece de consecuencia discernible.
No se da lo mismo entre la gente hétero, donde los actos sexuales pueden tener consecuencias notables. Pues de la relación entre un hombre y una mujer surgen muy rápidamente cuestiones de justicia, considerando la probabilidad de la relativa vulnerabilidad económica de la mujer, y el hecho de que sus años de fecundidad tengan fecha de caducidad. De modo que, si el Padre Mengano sale de vacaciones cada año con su amiga Mercedes, a no ser que sea conocida como el tipo de mujer a quien le encanta la compañía de los varones gays, se los mirará con recelo. La incontinencia clerical entre héteros trae consecuencias en asuntos de justicia y de posibilidades reproductivas que están ausentes en la incontinencia clerical gay. No digo absolutamente nada acerca de si esto es bueno o malo. Nada más señalo que en términos puramente funcionales, el que un cura gay “practique” o no tal vez tenga una importancia espiritual para él personalmente, pero para el buen funcionamiento del sistema clerical es un asunto tanto invisible como irrelevante.
De modo que la presencia del clero homosexual no es de por sí el problema, puesto que la homosexualidad no es ni más ni menos indicadora de la pedofilia que la heterosexualidad. La pregunta sobre si este u otro cura gay tiene práctica sexual tiene un impacto cero sobre el funcionamiento regular del sistema de mendacidad. No, el hueso duro de roer, aquel ante el cual la confrontación es ineludible gracias al libro de Martel, entre otros factores, es el asunto de la honestidad. Una veracidad de vida, vivida por suficientes miembros como para que la chantajeabilidad por la omertà de la homosexualidad mal asumida deje de ser una amenaza.
Y con esto, llegamos a la tercera reacción que tildo de poco útil. La que consiste en exigir la honestidad por decreto. Algunos dirán: “Todos estos tipos están siendo deshonestos. Deberían vivir honradamente”. Por supuesto, desde cierto punto de vista, tienen razón. Pero es una farsa cuando la exigencia viene de boca de aquellos que forman parte de la misma deshonestidad que se está criticando. La imitación tiene un poder de atracción mucho mayor que cualquier instrucción, y cada candidato gay al seminario verá a muchos parecidos a él ya en el seminario, y le entrevistarán otros parecidos a él entre el personal del seminario. Si, en medio de todo esto se le insiste con el dictamen “Tienes la obligación de decirnos si eres gay o no, y si eres gay y honesto, el encargado vocacional tiene la obligación de exigirte que retires tu candidatura”, no se le está, de veras, presentando una opción moral límpida. Dentro del contexto, se le está presentando una valla, y su capacidad para saltarla demostrará su aptitud para encajar en el sistema como los demás. Si por un acaso la valla resultara un poco alta, y si el candidato le cae bien al encargado, éste podrá sugerir al chico que no es verdaderamente gay. Sufre, más bien de una forma transitoria de “atracción por el mismo sexo” u otra ficción eclesiástica conveniente. Si al director de vocaciones no le cae bien, entonces sí se puede utilizar el hecho de que sea gay para impedirle la entrada.
Un sistema deshonesto no puede exigir que sus reclutas sean honestos, puesto que en tal sistema hasta la exigencia está hecha deshonestamente, y con igual deshonestidad será recibida. El Santo Padre comentó en una sección algo confusa y poco profesional de su reciente entrevista con Fernando Prado que es de la opinión de que los curas gays deberían salir antes que vivir una doble vida. Pues ¡claro! ¿A quién de nosotros se nos ocurre querer vivir una doble vida, o que nuestros amigos vivan así, o que nuestro sacerdote viva así? Sin embargo, su petición no tendrá resultado mientras no se examine con mayor criterio ¿qué tipo de doble vida? Y ¿por qué?
Por ejemplo, no raras veces jóvenes gays en conflicto entran en el seminario o su equivalente. Inicialmente seguirán el juego del requerido fingimiento. Y esto tal vez no sea otra cosa que la misma hipervigilancia que les caracterizaba como adolescentes en el armario, producto de ambientes con una aversión religiosa por la homosexualidad. Ahora bien, si la formación teológica y humana que reciben en el seminario es medianamente buena, y muchas veces sí lo es; si se les enseña bien a leer y a entender los evangelios; si tienen a su alcance directores espirituales decentes y sabios, no es de sorprender que a lo largo del tiempo vayan descubriendo la verdad: que ellos no tienen nada de objetivamente desordenados, y que la enseñanza oficial en esta materia es sencillamente falsa. O sea, ¡la gracia se saldrá con la suya!
El que, al pasar los años, estos hombres descubran a otros semejantes a ellos, sean clérigos o laicos, y en algunos casos, que se emparejen, no tiene nada de raro. Probablemente habrán caído en la cuenta de que su compromiso con el celibato es nulo. Pues en el momento de asumirlo, una parte, la autoridad eclesiástica, les estaba mintiendo acerca de quienes son, y acerca de su libertad para elegir una vida compartida. De la misma manera, cualquier matrimonio sería nulo bajo las mismas circunstancias de mendacidad de una parte hacia la otra. En la medida en la cual estos hombres llegan a tener una buena conciencia, ¿por qué deberían considerar que están haciendo algo malo? A fin de cuentas, han llegado a crecer en la gracia y en la verdad en la medida en la que llegaron a percibir la deshonestidad hacia ellos de la institución de la cual dependen por su empleo.
Entonces, dentro del sistema tal y como está ahora, en muchas ocasiones un superior o un obispo sabio no interferirá en algo que hace de los miembros de la pareja gente más sana. Se limitará a esperar que sepan mantener la discreción, y rogará que no se le informe directamente de la situación, para que no tenga que “saber” de manera innegable. La propia pareja entenderá que la única regla que importa es aquella de no causar escándalo. La duplicidad que les golpeará no tiene nada que ver con su vida sexual, por la cual nadie se interesa ni un poquito. Tendrá que ver con el hecho de que jamás podrán sugerir en público que el ser gay no es problema, y que formar pareja del mismo sexo no es problema para los fieles que ellos atienden. El precio que pagarán por una vida tranquila es estar de acuerdo en no contar la verdad y nunca interferir con la propagación de una mentira por los líderes de la Iglesia. He aquí el dolor de la vida doble: no el que estés teniendo prácticas sexuales que no debías tener. Hace tiempo que aprendiste que no es el caso. Sino que el precio de una vida sosegada, ya permanezcan juntos o se separen, es no desafiar nunca de manera pública la mentira institucional. Y esto sí representa un dilema real para la vocación sacerdotal. Si sales, triunfa la mentira. Si te quedas, triunfa la mentira. ¿qué hacer?
No, la honestidad no puede ordenarse por decreto, ni tampoco la pueden exigir los jefes de un sistema deshonesto. La veracidad, por contraste, sin la cual no puede existir la honestidad, ella sí la puede facilitar la autoridad eclesiástica. Y es esto lo más interesante que debemos mantener bajo observación a medida que apreciamos aquello que seguramente ha de volverse cada vez más visible después del libro de Martel. ¿De qué manera la autoridad eclesiástica llegará a facilitar la veracidad institucional? Tendrá que tener impacto en los dos extremos del espectro que son de importancia estructural. Por un lado, los niños que, al crecer tal vez se encuentren llamados al sacerdocio. Y por otro lado los obispos. Son los únicos capaces de crear el contexto de veracidad necesaria para que puedan emitirse promesas de ordenación límpidas.
Tan solo cuando sea evidente para los niños que Dios les ha hecho como son y así los ama, y que el proceso por el cual llegarán a humanizar su capacidad para el amor es legítimo tome la forma que tome, tan sólo entonces, en la siguiente generación habrá candidatos rectos para el seminario, para quienes el ser gay o hétero será un asunto sin importancia, y en los que la presentación veraz en primera persona, se dará con normalidad, puesto que lo importante es el proyecto del Reino, y llegar a ser sus operarios incondicionales.
Y al otro extremo del espectro, cuando los propios obispos estén viviendo su orientación, sea cual fuere, de manera honesta y responsable ante el público; cuando sean capaces de ofrecer un contexto de veracidad dentro del cual sus ordenandos puedan emitir promesas o votos sin que las dos partes estén jugando un juego tipo “no preguntes, no lo digas”, tan solo entonces será razonable que haya una expectativa de honestidad entre el clero.
Y por supuesto estas dos cosas, el enseñarles a los niños gays la verdad sobre si mismos, y el tener la expectativa de sinceridad de los obispos gays, solo serán posibles cuando se haya impuesto una enseñanza eclesial auténtica sobre lo que realmente es el caso acerca de los seres humanos en cuestión, superando así las recientes ofuscaciones circulares de las congregaciones romanas. Eche una mirada a lo que decía el Concilio Vaticano II, en un texto de mucho mayor peso que los subsiguientes documentos sobre la homosexualidad. Se puede vislumbrar lo que tal vez haya sido al fin y al cabo la enseñanza de la Iglesia desde el principio, a pesar de las tentativas desesperadas de guardarla bajo llave desde mediados de los años setenta. Así reza Gaudium et Spes (1965):
§36. …Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios…
Al aprender, y luego al enseñar, la verdad nos hará libres. La verdad al respecto de aquella variante minoritaria, no patológica y de aparición regular en la condición humana que se llama “la homosexualidad”. Espero que el libro de Martel nos dé un ímpetu fuerte en este sentido. Aquellos que viven atrapados por la estructura auto reforzante de mendacidad sistémica que él describe, como también aquellos a quienes sirven, están, a sabiendas o no, implorando esta misericordia.
Madrid, febrero de 2019