¡Sólo se sorprende quien no haya leído el evangelio! La presencia normal de lo “queer” como desarrollo orgánico de la revelación cristiana

Conferencia pública en la Universidad Iberoamericana, Lomas de Santa Fe, Ciudad de México, 29.iii.2017

https://youtu.be/6xoPDG6hz5Y

Me acuerdo muy bien donde estaba cuando oí por primera vez la palabra “queer”. Tenía nueve años, y estaba en el dormitorio del internado adonde mis papás me habían enviado a los ocho años. Para aquellos de ustedes que no conocen las costumbres extrañas de la tribu nórdica a la cual pertenezco, los papás de la clase media alta inglesa suelen, o por lo menos solían, enviar a sus hijos a internados a partir de los ocho años [1]. No como castigo por indisciplinados, como a veces se da en otras naciones, sino porque imaginan que sea la puerta de acceso a una educación y una socialización apropiadas para la futura clase gobernante.

Pues bien, se da el caso de que por idiosincrasia o metabolismo soy ave nocturna – de las que no se duermen hasta la madrugada, y sólo despiertan tarde. Así que el sistema de horarios del internado, donde nos mandaban a los más chiquitos a dormir a las ocho de la noche para despertar muy temprano, tenía a mis ciclos circadianos en jaque. El resultado es que siempre estaba despierto cuando llegaba el capitán del dormitorio, un chico de doce años, a dormir. De modo que, estando los demás colegas de mi edad dormidos, él se dio el trabajo de enseñarme lo que en inglés se llama de manera eufemística “The facts of life” o sea, una primitiva educación sexual: de dónde vienen los bebés y demás, ya dando por superada la versión de las cigüeñas.

Bueno, el tipo no sabía que había llegado tarde a esta explicación, desde que el capitán de mi dormitorio anterior ya me lo había narrado todo. Pero también me había hecho jurar silencio al respecto, puesto que todos imaginábamos que aquella fuera una ciencia ilícita. Dígase de paso que ni con el capitán anterior, ni con este, hubo abuso físico alguno. Fueron explicaciones, algo excéntricas, por cierto, pero más o menos bien fundadas, de las que a los escuincles nos sirven como hechos segurísimos hasta que, algunos años más tarde, a los adultos se les ocurre atreverse a hablarnos de lo que ellos no dudan ser misterio total para nuestras pequeñas mentes, ya hirviendo bajo los efectos del bombardeo de las hormonas de la adolescencia.

Pero de regreso a mis nueve años, y al capitán de turno. A diferencia del capitán anterior, él tuvo a bien añadir algunos detalles, que no los había oído antes. Me confió con la autoridad que le daba sus tres años a más que yo, no solo su versión del sistema reproductivo humano, sino que me advirtió que además de aquello todo, existían hombres peligrosos y repugnantes a quienes les gustaban otros hombres. No dijo “hombres peligrosos y repugnantes”. Utilizó el sustantivo “queers”, explicando con lujo de ahínco lo peligrosas y repugnantes que eran semejantes personas. Pues en aquella época no había nada irónico, subversivo, académicamente aceptable o amistoso en su uso. El adjetivo “queer” podría utilizarse para decir “raro”, “extraño” o hasta un poco mareado, sin cualquier connotación que señalaba lo que después llamaríamos “gay”. Pero no así el sustantivo. Sobre el sustantivoun queer” revoloteaba como ave de carroña todo el peso de la repugnancia, la criminalidad, la peligrosidad, y la sordidez, bañadas éstas en un hedor de chantaje, de vergüenza y de suicidio.

No puedo hacer una comparación lingüística con la palabra o las palabras que ustedes talvez hayan escuchado en su niñez aquí en México – maricón, joto, puto y demás, pues el peso de las palabras no viene de lo que aparentemente dicen, ni de su etimología, sino de las líneas de fuerza del entorno social de aquel momento que envuelven a la persona que las escucha, y que ella luego transmite al repetirlas. Sólo cada uno de ustedes, llega a discernir, probablemente no hasta algunos años más tarde, las dimensiones de la fuerza social que recibió del entorno social, con las palabras que escuchó.

Del entorno social de Inglaterra en el invierno de 1969 puedo hablar ahora. No lo sabía yo, pero en 1967 habían triunfado diez años de lucha para acabar con la legislación victoriana contra la homosexualidad masculina [2], una ley conocida por su utilidad como carta blanca para los chantajistas. Tampoco sabía yo que uno de los diputados que se había opuesto a la descriminalización en el parlamento era mi papá. Tampoco sabía que, entre los grupos, principalmente evangélicos, que se movilizaban a partir de allí, para producir un movimiento de marcha atrás [3] hacia los “valores” de los años 50, mi mamá, como esposa parlamentaria, ejercía un papel de destaque. De lo que había pasado en Paris, en Estados Unidos, y en Tlatelolco en 1968 estaba completamente ignorante, pero los deseos que pululaban en aquel período me movían por dentro, filtrados por la reacción contra todo aquello del mundo de mis papás y del entorno social en el cual estábamos inmersos. Nada de esto lo sabía formalmente, y de los detalles sólo me iba a cerciorar paulatinamente durante los años venideros. Pero el peso del odio y de la violencia que todo esto acarreaba me permeó aquella noche al escuchar a mi capitán de dormitorio explicarme lo que era “un queer”.

Déjenme dar un pequeño salto atrás. Pues si no, no se explica mi permeabilidad. El trimestre después de mi llegada al internado había llegado otro chico, dos meses menor que yo, o sea también de ocho años. Desde el momento en que lo vi me había parecido de una belleza de cortar el aliento, y en las próximas semanas me había quedado enamorado, con aquella pérdida total de corazón de que sólo se es capaz con la inocencia anterior a la pubertad. Por supuesto no tenía palabras para esto de haberme enamorado, ni cómo comunicárselo al chico. No tenía narrativa o guion para darme pistas acerca del sentido de aquello. Mantuve una discreta distancia de él, pues así lo dictaba la intensidad de lo que sentía. Y en las largas veladas del verano del norte, donde hay luz natural para leer hasta las diez y media de la noche, hojeaba algunas páginas de la Biblia, libro autorizado para al lado de la cama en aquel internado de cuña evangélica: aquellas páginas que tenían que ver con el amor. Y me convencía de que algo tenían en común aquello de que hablaba San Juan, y aquello que sentía.

Esto era entonces el telón de fondo con el cual este niño de nueve años escuchó por primera vez lo que era un queer. Y por esto lo más extraño de mi reacción a la palabra. Pues era de un alivio muy grande: por fin alguien me había dado una clave para interpretarme a mí mismo. O sea, todo lo que sentía y era tenía nombre. Yo existía. El hecho de que el nombre fuera asqueroso importaba menos que la sugerencia de que había otras personas como yo, de que mis sentimientos tenían costa y faros, no únicamente el oleaje de una indefinida alta mar. Pero si la llegada de la palabra “queer” era, cuál alacrán en el desierto, señal de vida, el veneno que traía en la cola tardaba muy poco en diseminarse por mis venas psíquicas. Pues a partir de allí me di cuenta de que, sin que supiera por qué, ni cómo, había sido desde antes arrojado sobre un inmenso abismo de escándalo y pérdida.

O sea, llegaron a mi vida, con muy poca separación de tiempo, un amor de aquellos que roban las entrañas, sin más palabras que las bíblicas para darle norte, y el terrible conocimiento de que yo era una excepción a todo lo positivo que se decía del amor. Que, en mi caso, el amor era condenado a la frustración en esta vida, y al castigo eterno en la próxima. Al sueño del amor que decía “lo amo, y quiero estar con él para siempre,” deseo que es de la esencia misma del amor, lo cruzaba un “no” imperativo, la imposibilidad más absoluta. Y con esto, hizo en mí su morada el escándalo profundo que ha marcado mi vida desde aquel momento. El escándalo, en forma de doble atadura o vínculo, te dice al mismo tiempo “amarás con todo tu ser a Dios y al prójimo como a ti mismo, pero en tu caso no ames, puesto que tu amor es peligroso y únicamente puede causar daño”. Aquellos que han vivido algo parecido, una doble atadura de tipo “haz esto, pero no lo hagas”, “sé esto, pero no lo seas” saben que quedar escandalizado es como quedar marcado por una profunda parálisis interior, pues a cada movimiento, se estrechan los lazos de la imposibilidad.

Las consecuencias de este escándalo no tardaron en desarrollarse. Pues al aprender que mis sentimientos eran profundamente malos, es evidente que perdí confianza en ellos; y si no tienes confianza en tus sentimientos, dejas de crecer a partir de lo que eres, y buscas desesperadamente que tu ser sea suplantado por el de los demás, de cualquiera que te permita ser alguien diferente. En los próximos años llegué a ser maestro en el arte de percibir cómo los otros reaccionaban ante esta u otra cosa, para luego reproducir semejantes reacciones, ya que no podía confiar en que las propias no me delataran. Y después de un poco, perdí la capacidad siquiera de tener reacciones. Pero de tan rápido que fui al detectar y simular reacciones de los demás que llegué a pasar como gente normal. Bueno, no como totalmente normal, algo rígido, pero anormal sin que fuera evidente que la anormalidad era la monstruosidad que llevaba adentro. De los 9 a los 18 años, que fue cuando me asumí como gay, estaba viviendo una mentira, pensando que estaba haciendo el bien al tapar ser gay, y al contener cualquier sentimiento de amor que tenía, para no causar daño a nadie más. Como resultado quedé muy mal socializado, pues frente a todo el crecimiento emocional y sexual de mis compañeros, con los comienzos del cortejo a las chicas y los noviazgos adolescentes en las fiestas, no sólo no pude sentir nada de lo que sentían, sino que gasté una inmensa energía intentando actuar como si lo sintiera. Al mismo tiempo, todo lo que podían hacer, sentir y ser me producía una sensación cada vez mayor de estar perdido, me hacía sentir cada vez más el hueco absoluto de mi corazón, y por supuesto provocaba una envidia atroz por su viabilidad como seres humanos, frente a mi parálisis del alma.

Para compensar, me hice el perfecto paladín de los valores de la autoridad y del sistema, llegando a ser una caricatura farisaica, viviendo las rigideces y totalitarismos de mis papás de una forma mucho más extrema que ellos, hasta el punto que ellos no sabían de donde sacaba posiciones tan rígidas. No podían imaginar que fuesen productos de un hambre atroz de ser cualquier cosa menos aquello que era. Pues como no había nadie en casa en mi alma, o sea, no osaba ser nadie, puesto que aquello que sería, si osase existir, sería un monstruo, llegué a entender que toda mi vida la viviría bajo la forma de un “como si”. “Compórtate como si todo lo bueno y correcto fuera cierto. Y aunque no tenga nada que ver contigo, y no te vaya a traer ningún beneficio, pues de todas formas no eres capaz de recibirlo, por lo menos habrás hecho algo bueno al contener la maldad que amenazas esparcir por el mundo por ser aquello que eres”.  Como pueden imaginar, llegaba a vivir una adultez precoz y ficticia, dependiendo totalmente de las personas adultas y de autoridad para mi seguridad, como manera de evitar el linchamiento que imaginaba me vendría encima si supieran los colegas quién era.

Sería deshonesto dejarles con la idea de que esto de la caricatura farisaica fuera sólo una vivencia interna mía, sin efectos sobre aquellos con los cuales convivía. Durante aquellos años de la mentira yo participaba en acusaciones contra otros. Aprendía como apuntar el dedo para distraer la atención de mí mismo, y existen personas reales, con nombres y apellidos, que sufrieron las consecuencias de mi nada inocente proyección, del desplazamiento de mi psicodrama, sobre ellos. Y lo peor es que era más o menos consciente de lo que estaba haciendo, y llegué a ser diestro en el engaño. Esto es lo clave de la vergüenza: es difícil que uno sea sólo su receptor pasivo. La vergüenza nos agita por dentro para que huyamos de ella, haciendo de nosotros así sus multiplicadores eficaces.

Al vivir esta realidad, presentía que nunca iba a conseguir empleo, un trabajo estable y lo demás, pues me faltaba absolutamente la confianza y la estabilidad. Y, de hecho, así ha sido mi vida en las décadas que han seguido. Cuando me asumí como gay a los 18 años en 1978, no fue porque tuviera una confianza y una base de seguridad en mí mismo y en los que me rodeaban que me dejaran entrever que sería bien recibido, y que el resultado sería mi aceptación en un mundo de amor y amistades. No, llegué a asumirme como el acto de honestidad del pequeño chico de colegio protestante que sabe que sobre todo hay que decir la verdad, cueste lo que cueste. Y que, en este caso, no habría aceptación posible, ni mundo familiar, social, religioso o político al cual podría pertenecer, sino que estaba caminando la plancha [4] hacia lo que sería o bien un suicidio precoz, o bien una errancia indeterminada. Y el que haya sido la segunda más bien que el primero, se lo debo, quiero reconocerlo aquí, a una familia, y luego a unos religiosos mexicanos.

Bueno, pido disculpas por esta introducción un tanto demasiado personal. Y dígase de paso, que lo cuento todo no para quejarme del pasado, ni para ganar su simpatía al relatar mis sufrimientos. A fin de cuentas, ¡ciertamente no fui el único chico de mi generación cuyo camino hacia la adultez fuera de este tipo! Como verán en breve, ahora lo considero más bien un privilegio haber vivido todo aquello. Comencé así por una razón sencilla: se me ha pedido hablar de la teología queer dentro de un contexto. Y el contexto es el de los acontecimientos del año pasado, cuando fuerzas contrarias a lo LGBT tomaron las calles para repudiar el matrimonio igualitario ya conseguido, e impedir su regularización en algunos Estados. Estados estos que aun obligan a las parejas del mismo sexo a hacer un recorrido lleno de vejaciones y humillaciones para obtener por fin lo que la suprema instancia jurídica de la nación ya les ha otorgado. Por este motivo no he querido dar una explicación somera de la palabra “queer”, sino traer a la superficie sus raíces y sentidos más oscuros antes de avanzar con el tema que nos hemos propuesto. Entre otros motivos, porque mientras no creo que haya ningún chico de nueve años aquí, todos los presentes han tenido sus nueve años, y con toda probabilidad entre las familias que organizaron las marchas del año pasado, más de una alberga, a sabiendas o no, su corderito rosa, ahora con nueve años, que corre el riesgo de llegar a ser una oveja rosa despavorida por la imposibilidad de su amor. Entonces espero que sea fuente de alivio que alguien se haya dado el trabajo de ponerle palabras a estas cosas, pues con suerte son palabras que den permiso a otros para que habiten su pasado con paz, facilitándoles que narren su propia historia con mayor confianza.

* * *

Sin embargo, no ha sido éste mi único motivo al querer partir de una puesta en escena autobiográfica. No es para gloriarme de algo (y como habrán notado, no es, que digamos, una historia muy gloriosa), sino por una razón más teológica: la primera y la más importante modalidad de transmisión de la fe cristiana es por el testimonio. Es por el hecho de que alguien nos haya abierto una ruta de imitación que llegamos a ser imitadores de Cristo. Y efectivamente la manera según la cual el Espíritu Santo habita nuestra vida de cada uno, encarnando en nosotros su morada, es al permitirnos participar del anhelo, del deseo, del querer sediento de Jesús al reproducir en nosotros su camino al Padre. Y una de las cosas que ha cambiado inmensamente en todas nuestras sociedades en los últimos ciento veinte años, más o menos, ha sido la capacidad de hablar y de dar nombre a las variaciones de nuestros deseos y a las interacciones que de ellas fluyen, y, hablándolas, llegar a entendernos mejor a nosotros mismos y a los demás bien. Esto ha permitido que lleguemos a hacer toda una serie de distinciones que nos ayuden a vivir de manera más responsable.

Es por esto, creo, que no hay posibilidad de que la Iglesia avance en materia de lo LGBT hasta que quiera reconocer que esto es un asunto de primera persona. No hay vivencia cristiana que no sea de primera persona. Sin embargo, la Iglesia ha insistido en hablar de un “ellos” que serían de por si privados de la capacidad de hablar en primera persona. A no ser que canten del himnario que dice que son primeras personas “sombras” de una primera persona que no son, que es el himnario de la terapia reparativa, por ejemplo. Pues una persona gay que interioriza la insistencia de la terapia reparativa, o reparadora, de que es una persona que es en esencia heterosexual, pero que sufre de un grave desorden objetivo, aquel de tener “atracciones hacia los del mismo sexo”, entonces esta persona es una sombra que habla, y una sombra que muy fácilmente la gente nota que es como un cautivo que repite las líneas que le dan sus captores. O sea, el ventrílocuo de una vida que no es suya.

Sin embargo, de Cristo sabemos que

…En vista del gozo que tenía por delante, soportó la cruz, tuvo en nada la vergüenza, y está sentado a la diestra del trono de Dios [5]

O sea, de la vivencia de Cristo puede trazarse la fuente de toda posible narración o historia personal que tenga acceso al gozo del Padre, y que consiste en atravesar toda la realidad descrita por la vergüenza, de una manera despreocupada por la muerte. ¿En qué consiste esto en el terreno de la realidad de la cual estamos hablando? Significa que la realidad vergonzosa nuestra, partícipe de un mecanismo falso de mantener la pureza y la bondad de algunos a costa de la impureza, repugnancia y descartabilidad de otros, ha sido desintoxicada por aquel que la habitó. En Cristo, Dios abrazó nuestra vergüenza con ternura y la habitó de modo a darnos tiempo de salir del escándalo, manteniéndola hasta ahora en su mano, tierna y delicadamente, por medio del Espíritu Santo. La razón por la cual una de las mejores marcas de la identidad de un cristiano es la palabra “pecador” es precisamente que aquella identidad no la vivimos como acusación, ni mucho menos como exigencia de ahondar en sentimientos de culpabilidad, sino más bien como una aceptación que reposa agradecida y contenta sobre aquella ternura que está haciendo de nuestra vergüenza nuestra puerta de entrada a una identidad mayor

Es por esto que no es de sorprenderse que sea obra del Espíritu el que hayamos podido, poco a poco, ir cambiando el sentido de lo queer, de lo marica, de lo gay. Transformándolo de algo sobre lo cual no se debía hablar, y ciertamente algo a partir de lo cual no se podía hablar en primera persona, en algo cada vez menos tóxico. El Espíritu de Cristo, en vez de bendecir el mecanismo productor de la falsa bondad mantenida a costa de una supuesta maldad, mecanismo éste que es garante de nuestro involucramiento en la más absoluta crueldad e hipocresía, subvierte aquel mundo a partir de dentro. Permite un paulatino y tranquilo desvendarse de los lazos de la imposibilidad, de la parálisis del escándalo, para distinguir aquello que es bueno y que lleva a la persona a su florecimiento, dejando así que nazca un “yo” mucho más auténtico a partir de los escombros del falso bien que está en colapso.

O sea, el proceso normal del nacimiento en cada uno de nosotros de la primera persona que es hijx de Dios, que es Cristo que vive en nosotros, pasa exactamente por el proceso de desintoxicación de la vergüenza que él nos ha facilitado. Pues lo realizó atravesando la vergüenza antes que nosotros, soportando la cruz como cosa de poca monta, de este modo quitándole cualquier peso sagrado al mecanismo que nos ataba a definiciones y maneras de considerarnos absolutamente falsas, y todo porque él tenía delante de sí el gozo de llegar a participar de la vida de Dios con nosotros como hermanos y hermanas suyos.

Pues bien, por eso no existe teología queer que no sea una teología en primera persona. Y esto no es tan sólo lo específico de lo queer. Es lo específico de lo cristiano el que el testimonio en primera persona tome la forma de una narración, vivida de manera imitable, o hablada de manera transparente, por alguien cuya vergüenza real haya sido sostenida con ternura por Cristo. Sería por esto que un tal testigo hubiera llegado, como asunto público, a poder hacer con serenidad las distinciones entre lo que era de verdad bien y de verdad mal en lo que le ataba, para resurgir como adulto capaz de un amor responsable en medio de las mentiras que van perdiendo su eficacia alrededor de él.

Para ahondar un poquito más en esta cuestión de la absoluta importancia de la primera persona en toda vivencia cristiana, les pido considerar la tesis que subyace en todos los textos recientes de las congregaciones romanas al respecto de lo gay, tesis que fue elaborada por primera vez en un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1986. La tesis reza de esta forma:

Aunque la inclinación homosexual no es en sí un pecado, es una tendencia más o menos fuerte hacia actos que son intrínsecamente malos, y por esto (la tendencia) debe ser considerada como objetivamente desordenada [6].

Bueno, a primera vista, esta tesis, que ha causado muchísimo escándalo a mucha gente, es de significado por lo menos resbaloso, si no es que falso. Pues el sentido normal de lo dicho cuando alguien te comunica que tienes una tendencia que es objetivamente desordenada, es que se trata de algo parecido a la anorexia. O sea, una patología grave del deseo, con eventuales complicaciones del orden de la química neuronal, llevando, de no ser tratado, a una muerte precoz. Es algo delante de lo cual nadie puede permanecer neutral. Imaginemos que alguien dice a la persona anoréxica: “Pues, ¡qué bonito! Eso de ser anoréxico es parte de tu identidad, de modo que ¡ánimo! Busca ser la mejor persona anoréxica posible. Oscila entre dietas y atibórrate de comida, pero con orgullo y bizarría.” A aquella persona le diríamos que dejase de ser un imbécil, que se retractara de tamaña crueldad, pues sabemos muy bien que es un hecho objetivo que la anorexia es un desorden, y que quien finja que no, está facilitándole a su amigo o amiga, el camino a la muerte.

Entonces, si fuera el caso que la tesis de las congregaciones romanas estuviera utilizando la palabra “objetivamente desordenada” en su sentido moderno normal, no se puede sino concluir que está promoviendo una falsedad. Puesto que a esta altura del siglo veintiuno es de ciencia pacífica el hecho de que la orientación sexual hacia personas del mismo sexo sea una variante minoritaria no patológica y de ocurrencia regular en la condición humana. No hay ninguna patología que le sea intrínseca, y las tendencias a las más diversas patologías las compartimos todos los seres humanos, independientemente de la orientación sexual. O sea, somos todos más o menos jodidos, pero nuestra jodidez, por así llamarla, no depende de nuestra orientación sexual. Otro ejemplo de una variante minoritaria no patológica y de ocurrencia regular en la condición humana es la zurdera. Alrededor de 9% de los humanos en todas las culturas son zurdas. Y ya sabemos muy bien que una persona zurda no es una persona diestra que padece de un desorden objetivo en su lateralidad.

Sobre este punto, es difícil saber si los propios miembros de las congregaciones romanas entienden su propia tesis, puesto que cuando alguien demuestra que la tesis del desorden objetivo de la orientación sexual hacia los del mismo sexo es objetivamente falsa, luego dicen sus defensores que aquello no es el sentido de la frase “objetivamente desordenada”, sino que hay un sentido en la filosofía tomista que es de difícil explicación, pero que sí da cuenta de los hechos. Sin embargo, al mismo tiempo, cuando los altos cargos eclesiásticos buscan la aplicación práctica de su propia enseñanza, tratan a la orientación sexual hacia los del mismo sexo, sencilla y claramente como si fuera una patología, contradiciendo así sus propias protestas contra el uso moderno de la noción de algo que es objetivamente desordenado.

Por ejemplo, el Cardenal Grochelewski, encargado del documento que prohibió el ingreso a los seminarios a candidatos gay en 2005, no tuvo vacilación en sus comentarios públicos sobre el documento: habló de los defectos psicológicos intrínsecos de las personas gays que impedirían, por ejemplo, que ejercieran la paternidad espiritual, aunque fuesen célibes y mantuviesen una perfecta castidad. Monseñor Tony Anatrella, adalid francés de la terapia reparativa, tomó la misma posición en el comentario oficial al documento, publicado en L’Osservatore Romano en esa época. Y ya es conocida la dependencia que tiene, o por lo menos tenía, la Congregación para la Doctrina de la Fe de la obra escrita del recientemente fallecido Dr Joseph Nicolosi, uno de los principales promotores de la terapia reparativa en el mundo de habla inglesa. Pues sus libros eran de los muy pocos que aquella Congregación recomendaba cuando fue preguntada sobre lo que convenía leer y estudiar al respecto de este tema. Y la posición del Dr Nicolosi como terapeuta era muy clara: no existen personas homosexuales, existen personas intrínsecamente heterosexuales que sufren del grave desorden a que se da el nombre de “same-sex attraction”, o atracción por los del mismo sexo.

Pero seamos más generosos con los dueños de aquella tesis. Vamos imaginar que cuando dicen que la descripción de nuestra orientación como “objetivamente desordenada” es de cuña tomista, y tiene un sentido marcadamente diferente del sentido moderno de las mismas palabras, están siendo honestos. Aunque luego caigan ellos mismos en el uso que dicen incorrecto. ¿Qué sentido tendría la frase? Pues no es tan difícil. Vendría de la noción de que todo acto sexual humano tendría en sí una finalidad que lo mueve, y que esta finalidad no es algo externo al acto, sino que lo mueve, por así decirlo, a partir de dentro. La analogía no es perfecta, pero cuando tienes un imán cerca, hay algo dentro de los pequeños clips metálicos que están en tu mesa que los mueve a partir de dentro, alineándose los iones positivos hacia el imán. Y llegan al imán a no ser que algo los bloquee o desvíe.

Según esta manera de ver las cosas, todo acto sexual humano tendería así a su finalidad, u objetivo propio, que es en primer lugar la posibilidad de la reproducción de la especie, y en segundo lugar el estrechamiento de los vínculos afectivos entre los participantes, finalidad ésta que fue agraciada durante el desarrollo de la historia de la Iglesia por el sacramento del matrimonio. Y esta finalidad sería en primer lugar un hecho biológico: el instinto y el aparato biológico humanos buscarían, por su propia naturaleza, la fusión de esperma y óvulo que llevan a la reproducción humana; y hemos aprendido que un elemento secundario, pero que participa también de lo biológico en alcanzar la finalidad, es la creciente unión entre los participantes. Antes se temía esta parte de la ecuación, pues se tenía la convicción de que el placer que acompañaba al acto reproductivo era algo peligroso que podría distraer de la finalidad primera. Pero ahora no, ahora se entiende que la función unitiva del acto participa plenamente, aunque no independientemente, de la finalidad del mismo.

Según este entendimiento, entonces, la frase “objetivamente desordenada” no significaría que se trata de desorden alguno en el sentido científico moderno. O sea, algún tipo de deseo, o tendencia que se puede estudiar por la vía de la experimentación científica, para luego llegar por evidencias empíricas a concluir que, objetivamente, se trata de un desorden, de algún tipo de patología o vicio. La frase es más bien una sencilla afirmación de que algo está desordenado con respecto a su objeto, desalineado con respecto a su finalidad. Su objeto, en el caso del acto sexual, sería aumentar el goce de la plenitud de la vida matrimonial, estando por lo menos abierto a la posibilidad de la reproducción, y contribuyendo al estrechamiento del vínculo entre los dos conyugues. Y de allí se deduciría que todo acto sexual que no tenga la posibilidad real de alcanzar su finalidad, su objeto, es de alguna manera defectuoso. Por ejemplo, la masturbación no realiza el objetivo ni de la reproducción, ni del estrechamiento del vínculo; el sexo matrimonial donde se frustra artificialmente la posibilidad de la llegada de la esperma al óvulo se desviaría de la finalidad, entonces también el acto sería desordenado con respecto a su objeto; y por supuesto el acto sexual entre personas del mismo sexo, al tener una insuperable división entre la función procreativa del sexo y su función unitiva, sería seriamente desordenado con respecto a su objetivo o finalidad intrínseca. Sería como si, inexplicablemente, los iones positivos en nuestros clips metálicos, en vez de alinearse con el siempre presente imán, se hubiesen hechizado, alineándose con una gelatina que había al otro lado de la mesa.

De esta forma, resulta comprensible que la tesis de las congregaciones romanas esté diciendo que como la tendencia intrínseca del acto sexual humano (por lo cual entienden todo acto sexual humano) es hacia aquello que se agracia en el matrimonio, con las funciones procreativas y unitivas combinadas de manera armónica, entonces un acto sexual entre personas del mismo sexo sería una deturpación del orden intrínseco del acto, haciendo del acto algo malo, y por esto se deduce que la propia tendencia está (y sin que se diga nada sobre la intención o la moral de la persona que tiene esta tendencia) desalineada, desordenada con respecto a su objeto.

OK. Hasta allí todo tranquilo. Es un argumento que nació hace muchos siglos. En las épocas y en las culturas en las cuales nació, era de sentido común imaginar que todas las personas tenían una tendencia a la reproducción sexual con alguien del sexo opuesto, y que los que no manifestaban mucho interés en el asunto, o bien eran eunucos, o bien eran pervertidos, o bien serían candidatos evidentes para el seminario, o bien se habían excedido en varios vicios – como cuando se pregunta ¿Cuál es la diferencia entre un mexicano hetero, y un mexicano gay? Y la respuesta, como es bien sabida, es: dos cervezas. Respuesta que me parece un poco injusta, pues yo habría dicho que tres o cuatro. Pero esto tal vez sea reflejo de que con los años he perdido las posibles atracciones que ojalá hubiesen encantado el ojo ajeno bajo la influencia de apenas dos, y por eso hace falta más…

Volviendo a lo serio, el argumento que esbocé quiere hacer deducciones morales a partir de algo que se presume universal: “el acto sexual”. Ahora lo curioso es que Santo Tomás [7], en quien se escudan los que proponen el tipo de argumento que he citado, sabe bien que el típico conocimiento humano es por principios generales, o universales y en la medida en que se va deduciendo de estos, se aumenta cada vez más el riesgo de error. Y que sólo Dios conoce las singularidades, o sea lo que tiene en mente como la condición, las acciones, y el destino de cada cosa individual, y por supuesto, más aún de cada persona individual. Pero muy precisamente el sentido de lo que se llama la “Ley Natural” en Santo Tomás es que consiste en cierta participación consciente nuestra en la sabiduría divina que se hace providencialmente evidente en la creación. Para Santo Tomás, no podemos conocer directamente esta sabiduría divina. Pero sí, paulatinamente, por pocas personas, a lo largo de mucho tiempo, y en medio de una mezcla de muchos errores, podemos llegar a conocer cosas mucho más cerca de las singularidades. O sea, existe en Santo Tomás, y precisamente en su manera de concebir nuestro aprendizaje por medio de las virtudes, que de por si presume un avanzar a trancas y barrancas, la posibilidad de que lleguemos a descubrir algo nuevo y verdadero sobre la condición humana. En este caso, digamos, sobre la sexualidad humana. Y que este descubrimiento obligaría a reconocer que la presuposición universal a partir de la cual se podían hacer deducciones, no es universal, sino mayoritaria.

Espero que puedan entender que, para llegar a esta posición, lo determinante es si el descubrimiento de la existencia de una variante minoritaria, no patológica, y de ocurrencia regular dentro de la condición humana constituye un auténtico conocimiento de un elemento de la creación, y por eso, de un acercamiento providencial a lo singular, con participación consciente nuestra en la sabiduría dinámica que hay detrás de ello. ¿Es algo que nos abre los ojos aún más a lo que somos, y a cuáles son nuestras posibilidades en el camino de llegar a ser hijxs de Dios? O ¿es más bien, como dirían los baluartes de la antigua posición, mera concupiscencia?

Pues aquí me parece que la historia, sobre la cual les abrí nada más una pequeña ventana al comienzo de esta presentación, viene en nuestra ayuda. Pues el proceso por el cual se llegó, en los últimos quinientos años, y acelerándose en los últimos cincuenta años, a tener como ciencia pacífica la existencia de esta variante minoritaria es un ejemplo clarísimo de lo que Santo Tomás llamaría un proceso paulatino, hecho por poca gente, en medio de una gran mezcla de errores, pero que ha resultado en algo cierto. La historia es bien conocida: en muy resumida cuenta, se trata del proceso por cuyo medio la sociedad europea pasó de ser una sociedad homosocial, y llegó a conocer los albores de la heterosexualidad. O sea, dejaba de ser un mundo donde cada sexo tenía su vida aparte, los matrimonios eran organizados según varios imperativos del clan, y con tal de que los casados produjeran hijxs, nadie se preocupaba de cuáles eran sus proclividades sexuales. Un mundo mucho más parecido a lo que hoy vemos en los países islámicos, y en ciertas partes del África.

En vez de esto, en ciertos países del norte de Europa se comenzó a tratar como normal que los esposos fueran los principales y mejores amigos la una del otro, y que su matrimonio fuera su principal forma de compañerismo. Novedad absoluta ésta, de que tenemos los primeros indicios en la primera mitad del siglo XVII. No es de sorprenderse que sea exactamente en el mismo período cuando se establece el nuevo paradigma de sociabilidad entre los sexos, cuando comienza a percibirse que existe un subgrupo que no llegaba a pertenecer a este mundo, y que comenzaba a tener sus tabernas, sus posadas, y sus zonas de ligue aparte. Gente cuyo comportamiento había sido casi invisible durante la vivencia homosocial, que se rige por la regla del “don’t ask, don’t tell” – “con tanto que no digas, no importa lo que hagas”. Cuando el presidente Ahmadinejad dijo, famosamente, que no había gente gay en Irán, resultó pues, a oídos occidentales, ridículo, desde que, claro que existen personas de orientación homosexual en la República Islámica, ¡y muchas! Pero en otro sentido, no era totalmente ridículo: como no es una sociedad heterosexual, sino homosocial, lo gay puede ser omnipresente, pero invisible. En una sociedad heterosexual, es relativamente pequeño, pero visible.

Y así nació aquello que llegó a ser lo “gay”: primero como un grupo extraño y no adaptado, de gente que posiblemente serían traidores, y herejes, pero ciertamente con tendencias criminales. Al avanzar hacia el siglo XVIII decaía la caracterización como traidores o herejes y aumentó el tratamiento como criminales. Luego se comenzó a tratar como si fuese un problema médico, entrando así en el siglo XIX, para, en la segunda mitad del mismo, comenzar a ser estudiado bajo la nueva disciplina de la psicología. Fue entonces, en 1868 cuando fue acuñada la palabra “homosexual”, como tentativa misericordiosa de ofrecer una definición de sí mismas a las personas que sería clínica más bien que despectiva.

Las primeras generaciones de psicólogos imaginaban que se trataba, sí de algún tipo de problema, y estaban convencidos de que existían una o más patologías intrínsecas a la homosexualidad – por ejemplo, la homosexualidad masculina estaría asociada a la paranoia, posición que el propio Freud tardó en abandonar. Y tampoco es de sorprenderse que se deduzcan patologías en personas que se presenten voluntariamente para ser tratadas por sus problemas. Por lo visto, y dejando aparte el trabajo quieto y minucioso de varios científicos alemanes valiosos entre guerras, cuya obra sería quemada por los Nazis, la gran ruptura en conocimiento aconteció después de la IIª Guerra mundial, cuando miles de hombres y mujeres, provenientes de pequeñas comunidades donde cada uno se pensaba el, o la, única gay de la aldea, habiéndose encontrado con mucha gente parecida debido a la movilización militar, pudieron decidir no regresar a su lugar de origen, sino de establecerse en comunidades en las grandes ciudades.

Con esto la visibilidad de la gente gay aumentaba independientemente de si o no tenían este u otro problema. Llegó el momento, en los años ’50 del siglo pasado cuando la Dra. Evelyn Hooker, que conocía a gente en el ambiente gay de Los Angeles, hizo un gran experimento. Ella colocó por escrito el perfil psicológico completo de un gran grupo de varones, quitando tan solamente la información de la orientación sexual de cada uno. Y retó a sus colegas psicólogos, todos los cuales estaban convencidos de que ciertas patologías delatarían la presencia de la homosexualidad, a decir cuáles de los perfiles eran de gente hetero, y cuáles de gente gay. Como pueden imaginar, ningún colega llegó siquiera cerca de acertar. Y comenzó a desmitificarse por fin la patologización de la homosexualidad. El experimento se ha repetido, y con los mismos resultados. A partir de allí, estudiosos serios, como los que fueron consultados para el reporte Wolfenden en Inglaterra que fue publicado en 1957, comenzaron a reconocer la inexistencia de cualquier patología intrínseca a la homosexualidad.

Bueno, como saben, se ha avanzado mucho desde aquel entonces, con el descubrimiento del ADN, los avances en la genética, la neurociencia, la psicología infantil y demás. Hasta el punto de que, aun reconociendo que la ciencia de la orientación sexual está en sus primicias, sabemos que la configuración genética y hormonal que llevará a una persona a ser gay está presente antes del nacimiento. Y que nadie se hace gay o hetero por interferencias adultas posteriores al nacimiento. Ni nosotros podemos “reclutar” a los que no son en verdad gay, ni los heteros pueden “curar” a los que no son en verdad hetero.

Ahora la razón por que quise hacer este viaje relámpago por la historia es para enfatizar una cosa básica. El proceso de llegar a conocer esta realidad se ha desarrollado exactamente según el modelo de la subversión del linchamiento a partir de dentro de la cual hablé más temprano. O sea, al producirse un cambio social – la inauguración del mundo heterosexual, ello mismo algo que provenía de un largo proceso histórico-cultural – comenzó a hacerse semi-visible una nueva minoría. Esta minoría era muy susceptible de ser un chivo expiatorio en momentos de tensión o crisis social. Pero poco a poco, alguna gente hizo el trabajo de preguntar ¿en qué consiste el problema? Por supuesto, al inicio se presumía que el problema lo llevaban dentro las personas que se comportaban así, de allí su estudio como un tipo criminal, luego un tipo de enfermo, luego un tipo de problema psicológico. O sea, el enfoque era en este sentido moralista: pues los estudiosos “ya sabían” que tenían “un problema” delante. Y por eso la cuestión era: ¿de qué modo resolverlo? ¿castigando, curando, o tratando? Pero con el tiempo, y en la medida que más y más personas osaban ponerse de pie y decir “sí soy, ¿y qué?” llegó a ser posible hacer la pregunta científica en vez de la pregunta moralista y mitológica.

Pues es únicamente cuando se pierde la creencia en la maldad del objeto de estudio cuando se puede descartar la pregunta “¿cómo resuelvo este problema?” para observar: “¡qué interesante! Me pregunto ¿qué es lo que produce este tipo de fenómeno?” Como observó René Girard, mi maestro: es cuando se deja de creer que son las brujas las que causan tempestades de granizo, cuando se puede comenzar a hacer las preguntas que llevarán a la ciencia de la meteorología. Mientras se cree que, al quemar brujas, se está resolviendo el problema de las tempestades de granizo, nunca se va a avanzar hacia la ciencia.

Ahora, ya concluyendo, quisiera volver a lo que dije con respecto a la manera en que Cristo, al desintoxicar la vergüenza, abrió la posibilidad que habitáramos el espacio de lo repugnante, de lo “queer” para que, desde en medio de ello, comenzáramos a recibir el “yo”, la primera persona, de un hijx de Dios. Y que aquel proceso, por así decirlo, personal, psicológico, aparentemente subjetivo, y espiritual es lo mismo que el proceso grupal, sociológico, aparentemente objetivo, y no menos espiritual que acabo de trazar. Es más. En muchos de los que o bien nos hemos sometido voluntariamente a las terapias reparativas, o bien hemos sido obligados a pasar por ellas, hemos notado que se ha dado un proceso de construcción de la conciencia de un hijx de Dios que es serenamente gay precisamente al superar el linchamiento virtual a la cual conduce la interiorización de la premisa tradicional. O sea, ha sido exactamente al buscar ser muy obedientes a la premisa tradicional que hemos descubierto su falsedad, pues la gracia nos ha permitido renacer con conciencia de hijx al ir detectando, poco a poco, las mentiras que nos mantenían esclavizados por las deducciones erróneas a partir de un falso universal.

Con esto estamos muy cerca de poder responder a los que insisten en una definición universal, aparentemente objetiva, y a-histórica de lo que somos: ¡que no! Y que no tenemos miedo de decir que aquello que ellos llaman de “enseñanza” es más bien herramienta intelectual con fecha de caducidad que barra el camino al proceso de aprendizaje por el cual nos está llevando el crucificado y resucitado. Es un simulacro de enseñanza, para personas que no se atreven a llegar a ser hijxs de Dios.

No: estamos comenzando a vivir el acercamiento a lo singular (en el sentido de Tomás), no por capricho, o por arrebato de deseos hedonísticos, o por terquedad, arrogancia o rechazo del orden creado. Más bien, la ternura de Cristo con nuestra vergüenza nos está permitiendo que realicemos el trabajo de discernimiento, de separación entre lo bueno y lo malo, aquel trabajo que para Tomás es el conocimiento que acompaña el crecimiento de las virtudes, hasta el punto en que nuestra vivencia de hijxs de Dios llegará a ser testimonio más que suficiente de que es Su Sabiduría la que nos ha permitido este conocimiento estable. Es más, que, al tratarse de la sabiduría providencial del Creador, se trata de algo objetivo en el sentido moderno. Y por eso sabemos que día más, día menos, el pueblo cristiano nos reconocerá como parte integrante de él tal cual.

Dígase de paso, y aunque no fuera el objetivo principal de su texto, tengo la impresión de que en Amoris Laetitiae el papa Francisco estaba enseñándonos algo sobre la manera real de la construcción de la conciencia cristiana, justo allí donde las enseñanzas tradicionales oscilan entre ser guía fraterna para la construcción de la conciencia en manos de los más suaves, por un lado;  y por otro lado, algo que ha de ser interiorizado en vez de la construcción de una conciencia en manos de los de línea dura. Una parte del terror de los que se oponen a Francisco es que para ellos existe un abismo infranqueable entre lo objetivo (y universal) de sus enseñanzas, y lo subjetivo (y por eso individualista y proclive al autoengaño) de la conciencia. Y temen que en el momento en que la autoridad eclesiástica deje de insistir en que la conciencia tiene que someterse a las enseñanzas, no pasará mucho tiempo antes de que el promedio de las conciencias destrone las enseñanzas.

Espero haber sugerido en esta presentación una manera de entender algo más rico: que el proceso de traer a nacimiento la conciencia de hijx de Dios es objetivo, y que llegar a conocer la objetividad de algunas de las dimensiones de la subjetividad humana es parte del proceso providencial por el cual la sabiduría divina nos ha permitido pasar de conocer “universales” a “cosas singulares”. Por supuesto, y desde su comienzo, este movimiento ha tendido a ser visto como amenaza a la ley, llevando al caos y al libertinaje. Pero lo curioso es que es, en verdad, el cumplimiento más completo de la ley, al hacer por fin aquello que ni la ley, ni su equivalente actual en el armario eclesiástico, nunca pudo hacer. O sea, el darle al hijx de Dios un corazón de carne de tal forma que no necesita una ley exterior, puesto que su “yo” está siendo construido por el mismo espíritu al cual la ley, en sus mejores momentos, quiso apuntar. En este sentido no es una pérdida de objetividad frente a una subjetividad rampante, sino la llegada a la existencia de una mayor objetividad, la que sí destrona la enseñanza anterior, pero por cumplimiento, no por traición. El comentario del Cardenal Kasper me parece absolutamente acertado, exactamente en el sentido que he buscado describir, cuando dijo de Amoris Laetitiae “No cambia nada, y al mismo tiempo cambia absolutamente todo”.

Bueno espero con esto haberles ofrecido algo que les ayude a protegerse contra los ataques de los que se visten de paladines de una cierta ortodoxia al atacar a la gente LGBT. Y espero haber contribuido a que todos, incluyendo eventualmente a aquellos hermanos nuestros, reconozcamos con alabanza la misericordia divina que nos está abriendo el corazón para percibir como habíamos subestimado y rechazado la gloria de Dios; y cómo estamos alegres y agradecidos de que aquel reflejo de su gloria que habíamos rechazado como “queer” es más bien regalo inusitado con potenciales efectos sorprendentes en todas las redes relacionales del bienestar humano.

Referencias

[1] Para más detalles, véase N.Duffell, The Making of Them: The British Attitude to Children and the Boarding School System

[2] La inexistencia de una legislación paralela contraria a la homosexualidad feminina se atribuye a la Reina Victoria en persona, pues se habría negado a firmarla, al considerar imposible que ocurriera semejante cosa.

[3] Uno de los hitos de este movimiento fue el “Nationwide Festival of Light” de 1970-1

[4] la forma de ejecución en las naves pirata.

[5] Hb 12,2

[6] Homosexualitatis Problema #3

[7] Aquí estoy buscando seguir y entender mejor para mi mismo la brillante lectura de Santo Tomás de Aquino que hace mi amigo Eugene Rogers Jr en su libro Aquinas and the Supreme Court. Wiley-Blackwell: Oxford, 2013.


©  James Alison
Madrid/Guadalajara/Ciudad de México marzo de 2017