Oráculos, profetas y moradores en silencio: atisbos del “pati divina” en la teología que nace

Ponencia para el Primer Congreso Internacional de Estudiantes de Teología, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia, 26 y 27 de octubre de 2006.

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En primer lugar, quisiera agradecerles el mucho honor que me hacen al invitarme a formar parte de este congreso. El que hayan sido Uds. los estudiantes que dieron inicio a esta invitación es para mí motivo de un gran orgullo, pues si bien me acuerdo de mi época de estudiante en mi añorada facultad de teología en Belo Horizonte, son los estudiantes de teología mucho más exigentes con sus profesores, y mucho menos dispuestos a aceptar nuestra mediocridad que nuestros pares. Dicho esto, y cómo señalé a los organizadores, temo mucho mi insuficiencia para el papel que me han pedido desarrollar: el de hablar sobre la teología emergente. A fin de cuentas soy varón, de clase media, de habla inglesa, proveniente de una educación privilegiada en el primer mundo. No es lo que suele asociarse con la teología emergente. Además, con todo y reconocerme un hombre abiertamente gay, cosa que no se estila en nuestro medio – y la rareza consiste en lo abierto más que en lo gay, – me he dedicado a un tipo de teología esencialmente clásica, casi premoderna, al seguir el pensamiento del teórico del deseo francés, René Girard.

Decidí entonces ofrecerles una meditación sobre la vocación del teólogo básicamente siguiendo este pensamiento, que me han dicho poco conocido en vuestro medio. Comencemos, como Dios manda, por donde la sagrada página aparentemente habla de nuestra vocación.

La primera parte de 1 Pedro 4, 11 suele traducirse así: “El que habla, que hable conforme a las palabras de Dios”. En verdad tiene un significado más misterioso. En griego dice ε᾽ί τις λαλεῑ, ὡς λόγια θεοῡ·. Esto sería más cercano a “si alguien habla, como oráculos de Dios”. Ahora oráculos típicamente los imaginamos en su vertiente pagano, como el de Delfos, donde la sacerdotisa daría vaticinios en términos misteriosos. Pero también en el mundo hebraico se refiere a las palabras de los profetas como “oráculos” y se entiende por esto algo muy especial. De Moisés se dice que ἐδέξατο λόγια ζϖντα δοῡναι ἡμῑν – que recibió oráculos vivientes para dárnoslos (Hechos 7, 38). Y de los judíos en general se dice que ἐπιστεύθησαν τὰ λόγια τοῡ θεοῡ – que les fueron encomendados los oráculos de Dios (Romanos 3, 2).

O sea, se nos está exhortando en la epístola de San Pedro a algo bien más misterioso que un hablar recto, o un hablar conforme a las palabras de Dios. Se nos está exigiendo a que moremos dentro de un acto de comunicación que emana del propio Dios.

Bueno, es aquí donde quisiera comenzar a pensar sobre la vocación del teólogo en las circunstancias emergentes. Al referirse a ‘los que hablan’, la epístola de San Pedro tiene en mente los que han recibido cierto tipo de don. Y es, si quieren, la forma que toma la recepción de este don en las circunstancias actuales la que me interesa.

Pues bien, toda palabra es situada, viene de algún lugar, emana de alguna situación humana. Y si Dios fuera uno de los dioses, se entendería muy bien que su voz poseería a personas que hubiesen entrado en un trance mistérico, y ellos pronunciarían oráculos a partir de su éxtasis. A fin de cuentas, en las religiones animistas, el espíritu “baja” sobre los iniciados, los adeptos, y los “mueve” a que hablen en voces que no son las suyas, y dicen cosas que aparentemente no emanan de ellos. El problema es que los dioses son funciones, proyecciones, de la dinámica grupal, y aunque no sea la intención del iniciado, la voz que habla por él o por ella es una voz movida por las tensiones, deseos, rivalidades y envidias del grupo. Pero Dios no es uno de los dioses, y una de las maneras de entender que es Él que habla es que su voz no emana de ningún lugar en la dinámica grupal, no es partidario de tensiones entre los presentes, sino que es auténticamente de allende. Y sin embargo, para que sea auténticamente de allende, tiene que tener por lo menos alguna base antropológica para que podamos detectar que no es parte de la dinámica grupal, que se nos está profiriendo una palabra que no viene en última instancia de nosotros mismos. O sea, la palabra que emana del Dios que no es uno de los dioses tiene que proferírsenos también como criterio para nuestras propias palabras, y por esto, algo tiene que tener en común con nuestro mundo de palabras de auto-engaño y halago, pero sin tener su arraigo en el terreno de nuestra mendacidad y conveniencia.

Es a partir de aquí me parece, que entendemos algo del escenario básico a partir del cual fluye la teología. En este escenario básico hay dos elementos de suelo contrastantes, un elemento que es roca estable, y otro que es arena movediza. El escenario es el de la Pasión, y en términos de estructura es de fácil comprensión. Se trata de aquel movimiento más o menos acelerado de muchedumbre, líderes religiosos y líderes políticos que llamamos un linchamiento. O sea, donde poco a poco queda orquestado, y sin que ningún individuo sea responsable, un acto de expulsión de alguien tenido por peligroso malhechor. Acto éste que tiende a producir cierta paz y unanimidad entre los participantes que normalmente no son aliados sino que en muchos casos eran antes rivales y enemigos.

Pues bien, este escenario básico no únicamente lo encontramos descrito con multitud de detalles en los relatos evangélicos de la Pasión, sino que en muchos otros textos antiguos y modernos. Es más, es un escenario que de alguna u otra forma lo conocemos todos, desde Incidentes con “I” mayúscula en la vida política y social de nuestros países, Incidentes de genocidio, de guerras y de movimientos políticos y sociales, hasta incidentes con “i” minúscula en los patios y recreos de todos nuestros colegios, conventos, seminarios y demás, donde el proceso de socialización de los adolescentes típicamente pasa por el aprendizaje de cómo evitar que el dedo grupal que señala al marica de clase, o al débil del grupo recaiga sobre mí.

Ahora, en este escenario, lo típico para los participantes es que se contrasta la roca sólida de la pertenencia grupal con la arena movediza dentro del cual se está hundiendo la víctima de turno. La solidez consiste en la opinión mayoritaria, la percepción compartida, de quiénes son los “buenos” y quién es el malo, y por qué lo es. Y la inseguridad consiste en la rápida pérdida de reputación, de ser, de pertenencia, y en algunos casos, de vida de aquél hacia quién apunta el dedo grupal.

Ahora, noten bien que en este escenario hay dos voces, dos “palabras” por así decir, dos relatos. Una que está creciente, la versión que emana de la dinámica grupal rumbo a la unanimidad contra el “malhechor”. Y la otra que es menguante, la que emana, con cada vez mayor debilidad e incredibilidad, de la persona que está en vías de salir del ser, de la existencia. Las dos voces son absolutamente incompatibles, pues la una dice, con toda clase de variante social o cultural: “nosotros tenemos una ley, y según esta ley, este hombre debe morir”. O sea, “todo nuestro movimiento hacia la unanimidad, y hacia la limpieza de nuestro grupo de lo que lo contamina, viene de Dios”. Y la otra dice “me odian sin causa”. O sea, “toda la dinámica que está llevando a que me expulsen no es sino una mentira, y lo aparentemente estable no pasa de una conveniencia fugaz”.

Bueno, quisiera notar que la condición de posibilidad de la teología cristiana nace tan sólo a partir de la vuelta, tres días después de este escenario, de la víctima silenciada y muerta revelándose, sin cualquier huella de rencor, y con toda la fuerza de quien perdona a los que son cómplices de su linchamiento, como verdadero protagonista de la escena. O sea, comienza a irrumpir en nuestro medio la extraña sensación de que lo que más nos había parecido sólido y proveniente de Dios no era sino arena movediza, y que toda la fuerza y solidez de la roca inamovible se nos había hecho presente en la vulnerabilidad del despreciado.

Ahora bien, noten algo por favor. Esto sugiere que existen dos maneras de ser teólogos. Una manera es buscar maneras religiosas, tiradas de los textos sagrados y las leyes de cualquier grupo para justificar el movimiento hacia la unanimidad grupal por contraste con el malhechor. Y para esto el único don que se necesita es el don del espíritu partidario y grupal. Y la otra es el largo proceso de caer en la cuenta de que estábamos equivocados, y estaba yo equivocado al hacerme cómplice del grupo en mi deseo de sobrevivir la fatal violencia que se asomaba.

El punto de partida de la teología cristiana es que la presencia vulnerable y débil de aquél hombre que se dejaba despreciar y ejecutar era un acto de comunicación deliberada, densa y poderosa, no a partir de ningún espíritu grupal, sino a partir del propio creador de todas las cosas. O sea, que la voz que auténticamente proviene de allende tiene entre nosotros una forma bien específica que es, a la vez reconociblemente humana, e imposible de ser meramente humana. Es el acto de comunicación de nuestra víctima vuelta entre nosotros y perdonándonos por nuestra participación en el linchamiento. Y el acto de comunicación no es apenas un “perdón” reactivo, sino que se va revelando como un acto deliberado y creador de quien entró deliberada y conscientemente en nuestro medio y en aquel lugar de vergüenza y escarnio no para mostrarnos lo malos que somos, sino porque sabía que tenemos tanto miedo de aquel lugar de vergüenza, que sería únicamente al ocuparlo él y mostrar que aquel lugar es habitable y no tóxico, que nosotros comenzaríamos a dejarnos llevar hacia otros tipos de construcción social más favorables a nuestro crecimiento, realización y florecimiento como personas humanas.

O sea, el punto de partida de la teología no es tan sólo el hecho del escenario básico, sino el proceso de nuestra caída en la cuenta de que por detrás del que ocupaba el lugar de la víctima con voz menguante, del relato increíble y de la presencia débil había un poder y una benevolencia que se estaba extendiendo hacia nosotros antes que siquiera podíamos imaginarlos. El acto de comunicación consistía en ocupar aquél lugar, que es, en nuestros términos, un no-lugar, para, a partir de allí mostrar toda la benevolencia y firmeza del poder creador de Dios.

Pues bien, si esto es cierto, entonces el proceso por medio del cual llegamos a ser teólogos, o sea los que hablan oráculos de Dios, es mucho más sutil de lo que parece. Porque nuestro lugar en relación a la voz divina no es algo neutro, objetivo, claro y detectable por nuestra mera inteligencia y educación. Nuestro lugar es, si quieren, el espacio muy movedizo de quienes estamos comenzando a caer en la cuenta de aquella benevolencia, y por esto, a darnos cuenta de lo mucho que estamos atados a lo que parecía fuerte, pero no es sino mendacidad fugaz. Significa que la voz que esperamos que nos posea y nos permita hablar es una voz a la cual no tenemos acceso a no ser en la medida en que nos dejamos perdonar, deconstruir, y recrear. Ningún discurso teológico es cristiano si no demuestra su fundamento en un proceso de ruptura de corazón propiciado por la generosidad de la víctima perdonadora. En otras palabras, la piedra de toque de todo discurso teológico cristiano es que subyace en ello el proceso de arrepentimiento del que habla. De exactamente la misma manera que sólo se es Iglesia en la medida en que se está aprendiendo a salir de cierta forma social victimaria para entrar en una gratuita que nace de la generosidad de una víctima que no es nosotros.

Bueno, si la forma de nuestro llegar a ser oráculos es el proceso de llegar a hablar a partir de los que comenzamos a recibir la identidad y la voz que emana del crucificado, o sea de “ningún lugar” dentro de la arena movediza de las violentas formas de asociación humanas, algo parecido va con respecto a la posibilidad de que lleguemos a ser profetas.

Es muy tradicional que la teología forme parte de aquel don espiritual de la profecía de que se habla bastante en el nuevo testamento. Y no quiero por nada del mundo disminuir esta verdad. Me parece que hay dos maneras de falsearla: una peca por exceso de modestia, pues cree que el que estemos aprendiendo a hacer teología para recibir con mayor rigor el don de la profecía cuadra mal con la dura realidad de clases institucionales, pruebas de griego, exámenes de derecho canónico, y extensos conocimientos de las tendencias filosóficas de la ilustración alemana de siglos atrás. Esta voz dice ‘contentémonos con las pequeñas verdades, y no aspiremos demasiado alto’. La otra manera peca por exceso de romanticismo, pues imagina que el contenido de la profecía lo pueden dar maneras actuales de pensar ideológicas y combativas, más o menos fáciles de tragar, que me llevarían a convertirme en héroe a ojos de mis contemporáneos al buscar la posición martirial de ser otro “bueno” mal comprendido y desdeñado por el mundo. Esta voz dice ‘la gran verdad que entiendo me da permiso para saltarme por encima de las pequeñas verdades de que se ocupan los mediocres’.

Ahora bien, tanto la modestia excesiva como el romanticismo fallan con respecto al don de la profecía dentro del cual se escribe la teología, pues ambos malogran lo que está en su centro, que es el aprender a hablar la verdad. El acto de comunicación que emana de la víctima perdonadora que hemos visto, el don del profetismo, o sea, del hablar a partir de Dios, tiene todo que ver con hablar la verdad. Presupone que la tendencia humana que todos conocemos tiende a la conveniencia, a la supervivencia y al auto-halago más que a la verdad. Y ofrece una nueva posibilidad de hablar la verdad: la verdad que proviene de la víctima que está en vías de salir del mundo. O sea, a partir de su inocencia, y su negación a creer en las razones que le dan sus hostigadores para su hostilidad de ellos, a partir de su negarse a echar mano de las posibles salvavidas que le lanzan para que se ponga de acuerdo con ellos en su análisis de la situación, nace la posibilidad de desenmascarar las mentiras que afloran en el medio donde vive.

Ahora bien, noten por favor algunas características muy especiales del don de la profecía que nace de Cristo y su espíritu. En primer lugar, sugiere que el profeta no es legislador que dicta la palabra de Dios desde arriba a partir de una posición de poder disfrazada de neutralidad; tampoco es profeta alguien cuya capacidad para prever el futuro proviene de fuentes sobrenaturales fantasmagóricas. No, el don de la profecía emana muy estrictamente del pasar lento y pacientemente por el proceso de padecer la pérdida potencial de reputación, de poder, de medios para ganarse la vida, y hasta de la propia vida, porque es mejor morir que ser cómplice con la mendacidad asesina. Y este proceso de ser paulatinamente despojado de cosas que son en sí buenas, como reputación, maneras de ganarse la vida, y hasta la propia vida, no acaece porque lo estoy buscando, para convertirme en héroe, sino porque estoy aprendiendo a amar hasta a los que me están destruyendo, y por esto vale la pena ofrecerles la posibilidad del reconocimiento de la verdad aunque no esté presente para ver su caída en la cuenta y su conversión. Y a partir de este proceso paciente, sí le es dado al profeta señalar las cosas venideras, porque entiende el mecanismo victimario y sus posible efectos a partir de dentro.

Es aquí donde quisiera insistir en algo que se enseña poco en nuestro medio. Este proceso de ir aprendiendo a hablar la verdad en las pequeñas cosas es lo que nos permitirá algún día estar de pie cuando nos sobreviene la tentación de hacernos cómplices de la mentira en algo grande. Si despreciamos los pasos pequeños en el aprendizaje de hablar la verdad, diciendo para nuestro interior “son cosillas, lo que importa es la gran verdad heroica”, llegará el momento de aquella gran verdad heroica, y ni nos percataremos de que estamos del otro lado, persiguiendo a aquel que lo está diciendo. Al contrario, sigue siendo fundamental por toda la vida:

El que es fiel en las pequeñas cosas lo es también en las grandes; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. (Lucas 16, 10)

Lo que quisiera proponer es otro prototipo para el proceso de aprender a hablar la verdad del que es típico en nuestra disciplina, ni decir en nuestros medios eclesiales. Lo normal en nuestro medio es que el paradigma de lo que sería hablar la verdad proviene de una mezcla de dos fuentes: el pensamiento filosófico de corte cartesiano que busca certezas que se conjugan dentro de un sistema lógico. Esto se ve en la formación neo-escolástica que es probable que haya estado presente en la educación teológica de muchos de los aquí presentes. La segunda fuente es la mentalidad proveniente de la educación legal Salamantina ampliamente difundida en las formas de aprendizaje por todo el mundo hispanoparlante. Esta mentalidad insiste muchísimo en el aprendizaje por memoria de amplios trechos de texto, de tesis, y de formulaciones magisteriales para poderlos repetir sea en la prueba, sea en las circunstancias de la vida.

Bueno, quiero decir que no tengo nada en contra ni de la certeza, ni de la lógica, ni de las formulaciones, ni de los ejercicios de la memoria. Sin embargo, me parecen que como prototipos para hablar la verdad, estos paradigmas son inadecuados. Desde el siglo diecisiete para acá, en el mismo período en que se han ido desarrollando las formas filosóficas y notariales que he mencionado, estaba desarrollándose como si fuera a escondidas de la teología, otro discurso, otro paradigma para aprender a hablar la verdad, y un discurso que ha dado a muchísima gente recursos magníficos para vivir en la verdad. Esta disciplina es la de la ficción novelística. A partir de Cervantes y Shakespeare, y pasando por los grandes autores del siglo diecinueve y veinte como Stendhal, Proust y Dostoyevski, para llegar hasta a nuestros contemporáneos, se ha desarrollado otra manera distinta, pero muy, muy importante, de hablar la verdad. Una manera que no es de despreciarse entre los que quieren ser buenos expositores de textos sagrados que tienen mucho más en común con narraciones que con textos filosóficos o legales.

Lo que tienen en común, diría yo, los pilares de esta tradición narrativa, cuyas cumbres son Cervantes y Dostoyevski, es que dejan entrever, tal vez a lo largo de varios libros, huellas de autobiografía penitente vestidas en ropajes prestados. Típicamente son novelas escritas por autores cuyo propio y desgarrador proceso de encontrar que están viviendo un engaño, un engaño formado por los deseos del grupo social al cual pertenecen y al cual se pensaban inmunes, les lleva a una profunda pérdida del ser, y al re-encuentro con su grupo de pertenencia social a partir de un nuevo “yo” que nace de los escombros de su identidad anterior. La excelencia de las novelas en cuestión se reconoce por la capacidad de sus lectores de descubrir que la historia que se les está contando es su propia historia, contada con unas dimensiones y un escopo mucho mayor que lo que habían sospechado, y llevándolos a un entendimiento de quienes son que no habían imaginado. O sea, se reconoce que les está hablando la verdad sobre ellos mismos, por poco halagadora que sea la experiencia.

Pues bien, esto se me hace que es una dimensión propiamente profética de la teología que emerge que tenemos que revalorar. Si vamos a ser personas que hablan la verdad, que aprendemos a decir la verdad a partir de habernos descubierto mentirosos y envueltos en toda clase de mendacidad y violencia, entonces nos toca aprender no tan sólo la gramática de la teología, la que pasa por etapas institucionales bien definidas y que puede revestirse de elementos de filosofía y de aprendizaje de derecho, sino que tenemos que aprender también a ser autores autobiográficos revisionistas, constantemente aprendiendo aquel dejar atrás las historias convenientes de víctima o héroe que halagan nuestro ego, para caer en la pérdida de identidad ante aquel que es nuestra víctima, pero que está ofreciéndonos la posibilidad de una nueva e inacabable historia de vida.

Ahora este proceso de pérdida de identidad grupal y recepción de una nueva identidad que brota a partir del “no-lugar”, junto con la posibilidad de comenzar a hablar en la voz de aquél que padeció (y no de nosotros mismos sintiéndonos víctimas), no es un proceso agradable. Es un proceso extremadamente doloroso que no hay que buscarlo, sino que hay que aceptarlo cuando nos acaece. Significa que en vez de estar hablando a partir de nuestra verdad, construida sobre bases arenosas, estaremos comenzando a dar voz al Otro que comunica su amor por medio de nosotros. Y es un proceso que no depende de nosotros, sino de la verdadera roca que está haciendo de este mentiroso una pequeña centella de su brillantez.

Aquí me temo que tengo que decir algo muy poco popular, desde que solemos ser loros incansables de la verborrea teológica. Que este proceso de dejar atrás ser portador de los valores y deseos grupales para llegar a ser teólogo es un proceso bañado en silencio. El silencio de quién no sabe hablar. El silencio de quien ha sido prendido en el acto de una falsa, y que sabe que la única salida es volver sobre toda su historia para aprender a contar la versión no oficial, la versión inconveniente, la versión donde no se ha planchado las arrugas, ni maquillado los atajos. Y esto requiere un buen tiempo donde no se tiene que decir nada, y donde se tiene que pedir mucho para recibir la luz de la verdad sobre lo que verdaderamente estaba pasando en su vida. Donde se tiene que aprender a preferir la verdad del Otro sobre todo anzuelo de verdad cómoda.

El problema es este: nadie premia el silencio. Se premia la respuesta rápida, la capacidad de opinar de pie en medio del torbellino, de tener opiniones hechas y lo demás. No se premian los meses y años de silencio que son necesarios para que dejemos de mentir y comencemos a hablar la verdad. Pero aquel silencio, y la capacidad no reactiva de hablar la verdad sin darle importancia a la conveniencia, vale mucho, mucho más que lo que se podría ganar diciendo mucho a partir de poco silencio. Y esto significa que una parte esencial de la forma de recepción de la vocación del teólogo es aprender a sobrevivir sin reconocimiento inmediato. O sea, sin capacidad para un reconocimiento diferido, no hay teología. Y esto significa que sin la pobreza que acompaña aquel que no tiene nada de inmediatamente útil para ofrecer, tampoco hay teología.

El silencio que da lugar a la teología es la enorme espaciosidad que proviene de aquél para quien la muerte no es enemigo, que nos está dando tiempo para que reconstruyamos historias de vida verdaderas, que no está buscando humillarnos, ni que nosotros humillemos a otros. Es la espaciosidad de aquél para el cual el tiempo flota apacible y despreocupado sobre chispas de eternidad. Aprendamos a deleitarnos en ello.

Breve bibliografía

René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona: Anagrama.
René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona: Anagrama.
René Girard, Mentira Romántica y Verdad Novelesca, Barcelona: Anagrama.

Agradezco al Profesor Dr. Roberto Solarte de la PUJ por sus correcciones hechas a mi texto.


© James Alison. Palo Alto, California/Bogotá, Colombia, octubre de 2006.