Carta a mis amigos en respuesta a la Instrucción del Vaticano del 29.xi.05

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Mis queridos amigos,

Algunos de ustedes me han pedido una respuesta a la instrucción recientemente emanada del Vaticano que impide la admisión de varones gays a la formación para el sacerdocio [1]. Acepto el reto y estoy poniendo en el papel algunos pensamientos. Les pido que me permitan responder primero como teólogo y luego como sacerdote. Espero que las razones de esta distinción queden explicadas a lo largo de la carta.

Mi reacción al leer el texto por primera vez fue compleja. Quedé aliviado al percibir qué tan corto y claro es el texto, bastante breve en comparación con todo lo que ha producido el circuito de las congregaciones romanas durante los últimos ocho años. Se dibujó en mis labios una sonrisa de simpatía y de cariño al pensar en muchos sacerdotes que conozco, tanto héteros como gays, en cuanto a la lista de cualidades deseables de madurez afectiva, habilidad para relacionarse bien con hombres y mujeres, y capacidad para una paternidad espiritual. Y me llamó la atención el esfuerzo que se nota que se dedicó para lograr que el tono del documento fuera más suave, y casi manso, en comparación con otras declaraciones recientes del Vaticano sobre asuntos relacionados con lo gay.

Sin embargo, el texto es bastante sencillo. Señala, prudentemente, que se basa en lo que ha sido la expresión pública normal de la enseñanza eclesiástica sobre lo gay en todos estos años a partir del Concilio Vaticano II. Hace un resumen muy breve de los puntos claves de aquella enseñanza tal y como se encuentran en el Catecismo de Juan Pablo II. Son estos: primero, que todo acto sexual gay es gravemente pecaminoso; y segundo, que el ser gay es un desorden objetivo.

Después de resumir esto, la instrucción hace una distinción entre los varones que son gays, y los que no son gays, pero que en algún momento han tenido relaciones sexuales con otros varones. Es una distinción perfectamente razonable, fácilmente apreciada por el sentido común (y en especial normalmente evidente para la gente gay): los “jueguitos” sexuales entre adolescentes del mismo sexo, o la “homosexualidad” circunstancial de un hombre confinado con los de su propio sexo durante un largo tiempo en la cárcel, en la vida marítima o durante el servicio militar, no es lo mismo que ser gay.

El documento indica luego que el hecho de tales episodios transitorios en la vida de un varón heterosexual no debería considerarse como impedimento para que entre al seminario, en tanto cuanto sea evidente que el candidato haya dejado de involucrarse desde hace tiempo en estas cosas. Sin embargo, a los que hoy en día muchos llamaríamos “gays”, no se les puede admitir.

Algunos comentaristas han hecho notar que, como la instrucción se refiere a gente “con tendencias homosexuales profundamente arraigadas” en vez de decir “gente gay” u “homosexuales”, habría que interpretarla en el sentido de que se está refiriendo a una especie particular de persona gay perturbada u obsesiva. Creo que esto es tratar de salvar lo insalvable. La terminología es la extensión lógica del punto de vista que asevera que no existen personas gays. Desde este punto de vista, se trata meramente del hecho de que alguna gente ontológicamente heterosexual vive con tendencias homosexuales profundamente arraigadas que constituyen un desorden psicológico objetivo. A estas personas tú y yo las llamaríamos gente gay.

El resto del documento consiste, como es normal, en observaciones dirigidas a los responsables de la formación sacerdotal. La breve carta a los obispos que acompañaba la instrucción, pero que no fue filtrada hasta más tarde, señala claramente que es aquí donde recae el énfasis del texto: todo superior eclesiástico tiene que aplicar estas normas. A ningún hombre gay debe admitírsele al seminario, y tampoco debe permitirse que ningún hombre gay enseñe a los que están en formación en los seminarios o casas religiosas.

La instrucción es clara, sencilla y lógica, y no creo que avancemos mucho tratando de hacerla decir otra cosa distinta de lo que dice. Si sientes la tentación de darle una interpretación más benigna, entérate de las declaraciones del Cardenal Grocholewski en Radio Vaticano y del comentario de Monseñor Anatrella en L’Osservatore Romano que te darán materia para pensar.

De modo que déjenme exponer lo que considero que es el camino a seguir en la recepción e interpretación de este texto. Primero, es un documento administrativo emanado de un dicasterio romano de mediana importancia. Ha optado por establecer sus instrucciones dentro de la enseñanza común y corriente de la Iglesia. Y con ese fin se basa en el Catecismo, que es, en esta esfera, un compendio mutable de enseñanza reciente, más bien que algo de mayor autoridad.

Pienso que esto lo hace por dos motivos. En primer lugar, la enseñanza sobre las personas que deben ser admitidas en el seminario tiene evidentemente que estar en armonía con lo que claramente puede entenderse que sigue siendo la enseñanza ordinaria de la Iglesia, tal y como concierne a todos los demás. O sea, no se trata de ninguna enseñanza arcana o recóndita propia de una casta clerical.

En segundo lugar, no se supone que el Catecismo sea parte de un argumento teológico. Existe una esfera apropiada para la discusión teológica, y un dicasterio bastante más importante en el Vaticano, cuya meta es supervisar su desarrollo. Sin embargo, lo propio de una instrucción administrativa proveniente de una oficina de menor rango es que refleje fielmente el status quo doctrinal actualmente en vigor.

La referencia que hace la Instrucción al Catecismo es interesante. Hace resumen de la enseñanza que dice que los actos sexuales entre personas del mismo sexo son siempre malos (una enseñanza muy tradicional), y luego hace una paráfrasis del Catecismo al decir que las tendencias homosexuales profundamente arraigadas son objetivamente desordenadas (una enseñanza muy reciente). No se preocupa por citar la frase que vincula estas enseñanzas en documentos previos, la que dice que es por el hecho de que los actos son intrínsecamente malos que la inclinación misma debe considerarse objetivamente desordenada. Las dos enseñanzas vienen aquí sin vínculo, y la segunda y más reciente se propone sin cualquier tentativa de respaldarla.

He aquí lo central: es desde esta premisa de la segunda enseñanza, desprovista de vínculo, con respecto al desorden objetivo de lo que tú y yo llamaríamos el ser gay, que todo lo demás fluye en este documento. Y sin embargo, aquella enseñanza aquí se presenta en la forma más callada que he visto en los documentos romanos recientes. Es casi como si algunas de las muchas autoridades mayores que han revisado este documento antes de permitir a este dicasterio que lo publicara, estuvieran diciendo algo así:

“Miren bien, sabemos que somos muchos los gays entre sacerdotes, obispos, cardenales, seminaristas, profesores de seminario y superiores religiosos. Como también sabemos que muchos de nosotros, independientemente de que seamos héteros o gays, en realidad no les seguimos la onda a los que dicen que el ser gay es un desorden objetivo. Sabemos que muchos entre nosotros consideramos que el ser gay no es más patológico que el ser zurdo. Sin embargo, sigue siendo un hecho que la enseñanza corriente en vigor señala que el ser gay es más comparable con un desorden de personalidad que con la condición de ser zurdo. Existen maneras impropias de tratar esta disyunción entre aquella opinión, ampliamente difundida, aunque poco defendida en público en nuestro medio, y la enseñanza en vigor; y existe una manera apropiada. Queremos cerrarle el paso a una de las maneras impropias de tratar este asunto con la esperanza de que todos juntos podamos avanzar hacia el encuentro de la manera apropiada.

La manera impropia es fingir en público que estás de acuerdo con la enseñanza mientras de hecho, y en tu vida privada, no lo estás. El resultado de seguir por esta ruta ha sido el que muchos de nosotros hayamos animado a gente a que entre al seminario y al sacerdocio en tanto sean inducidos a seguir con el juego que muchos de nosotros hemos jugado durante demasiado tiempo. Quiere decir, dejamos que sea perfectamente claro al hablar en “off” que el ser gay no es ningún problema, con tal de que no lo digamos en público, y con tal de que aceptemos no poner en cuestión en público la enseñanza que dice que el ser gay es un desorden objetivo.

Pues bien, el tratar a la gente así es hacerles un mal terrible. Les obliga a vivir en la mentira como condición previa para que sean ministros del Evangelio. Y eso es hacer algo terrible a la gente a la cual se supone que estamos sirviendo. Crea una casta clerical con sus propias reglas y estructuras tolerantes para la vida dentro del “club”, el precio de cuya manutención es que sus miembros gays acepten no desafiar a los que en público son ásperos e intolerantes con respecto a lo gay, dondequiera que surjan asuntos gays en la vida política y pública. Dicho de otra manera: la enseñanza del Catecismo es para la plebe, mientras nosotros tenemos nuestra propia enseñanza recóndita, nuestro propio espacio seguro, para la élite.

Bueno, una breve mirada al Evangelio, por somera que sea, revela que si así hemos estado viviendo, entonces deberíamos temer por nuestra salvación. Y deberíamos arrepentirnos profundamente por haberle seguido el juego a este lío y por haber contribuido a ello. De modo que, por favor, cerremos de una vez esta cultura de deshonestidad y pongámonos de acuerdo en aceptar a los candidatos y formarlos tan sólo a la luz de la enseñanza actual de la Iglesia, y no a la luz de lo que pensamos que la enseñanza debería ser, pero nos falta el valor para decirlo en público.

Para que esto suceda, tenemos que ponernos en acuerdo en que sí existe una manera apropiada de tratar esta disyunción entre la definición actualmente en vigor de la gente gay como héteros defectuosos, y el parecer de muchos de nosotros que esto sencillamente no es verdad. Y sí existe tal manera apropiada. El encontrar avenidas constructivas para suscitar la cuestión de si la enseñanza, tal y como reza ahora, es verdad o no. Esto implicaría estudios y preguntas formuladas por teólogos y por peritos en las ciencias humanas correspondientes que pongan en evidencia lo que realmente es verdadero en este campo. Este proceso, sin resultado pre-establecido, tendría el respaldo de aquellos obispos y aquellas universidades que tengan la suficiente valentía como para decir que tal estudio es necesario. Los estudios y las preguntas evidentemente respetarían las enseñanzas principales de la Iglesia y adherirían a ellas. Sin embargo serían capaces de señalar cómo es que opiniones comúnmente tenidas por definitivas tal vez sean más contingentes de lo que se suponía; y cómo es que el percibir esto no pone en peligro ni la integridad de la fe católica ni la santidad de vida hacia la cual se nos está induciendo.

Una de estas áreas podría muy bien ser la pregunta de si la caracterización de la tendencia homosexual en los documentos oficiales recientes es un asunto de fe, o si es antes una opinión más o menos bien fundada basada en una comprensión antropológica y psicológica actualmente corriente, pero que muy bien podría ceder ante una comprensión más completa acerca de cómo alguna gente es “así”. Es de todas formas altamente improbable, a pesar de lo que quisieran algunos de nuestros hermanos curiales más impetuosos, que hay que leer un documento de la Iglesia en el sentido de querer hacer de un juicio empírico altamente contingente un asunto de fe – ¡Recordamos bien el caso Galileo! Sin embargo, una Iglesia fuertemente internacional, con sus muchos miembros viviendo en diferentes culturas, es también poco probable que acepte los cambios en sus presuposiciones antropológicas que podrían ser provocados por nuevos juicios empíricos contingentes hasta el momento en que la demostración de su objetividad esté muy, muy bien hecha por los que saben conjugar el discurso teológico, la pericia científica y aquel toque de sencillez que proviene de los que hablan con la verdad. Y para esto se necesita tiempo, estudio y coraje.

De modo que por este camino apropiado, únicamente pueden transitar los que están dispuestos a ser minoría, a que en principio no se respeten sus pareceres, los que tienen fe y confianza en que si lo que dicen es cierto, entonces su verdad y su valor para la vida de la Iglesia tarde o temprano ha de emerger, por muy desconsolador que pudiera parecer el panorama actual. En este camino no hay atajos. Es el camino propio del Evangelio por el que todos buscamos vivir.

Sólo cuando se plantee el argumento de tal forma que sea evidentemente tenido por normal por la mayoría sana del laicado católico – y esto tal vez esté aconteciendo de manera asombrosamente rápida en muchos países ya – podremos considerar nuevamente la cuestión de la admisión al seminario. El argumento que tenemos delante es en primer lugar un argumento antropológico, que nos afecta a todos como seres humanos, y sólo en segundo lugar, un asunto clerical que afecta la vida del clero. De modo que tenemos que impedir que la discusión, inevitablemente teñida de escándalo, de la homosexualidad en el clero, se convierta en sustituto de la verdadera discusión con respecto al lugar de la verdad de los seres humanos en cuanto tales en este campo, discusión que traerá consecuencias evidentes para la legislación civil en todos nuestros países. Lo que no podemos tolerar, eso sí, es lo que ha pasado durante las últimas décadas. O sea, donde el sacerdocio se ha adelantado al público laico y ha permitido sosegadamente a sus miembros vivir a la luz de una comprensión bastante diferente de lo que es verdad en esta área, que de la que tienen el oficio de sostener en público como la enseñanza de la Iglesia para el laicado.

Porque sabemos todos que es ésta un área especialmente difícil y delicada, en la cual tantos estamos tocados en lo personal, tantos tenemos esqueletos en el armario, y tantos tememos el chantaje, o que nos saquen del armario, por esto vamos a hacer todo lo posible para bajar la barra del salto de altura. De modo que estamos poniendo de manifiesto la enseñanza actualmente en vigor en su forma más suavecon la esperanza de que algunos de ustedes tendrán la osadía de suscitar la cuestión de la verdad en una forma que nos permitirá a todos avanzar. Al mismo tiempo estamos publicando un comentario escrito por un psicólogo (y ustedes no tienen obligación alguna de estar de acuerdo con su análisis) para subrayar el hecho de que la verdad en este campo es tal que, en última instancia, la vamos a alcanzar por medio de la discusión de lo que es empíricamente cierto en las disciplinas de las ciencias humanas. Recuerden por favor que una de las señales que todos estamos recibiendo del Pontificado de Papa Ratzi es que las cosas son capaces de ser habladas. El veto a la discusión adulta impuesto por Juan Pablo II ha desaparecido. De modo que, les suplicamos, no se afanen en defender el viejo y deshonesto juego del “don’t ask, don’t tell” (o sea, el “a nosotros nos está vedado preguntarte si eres o no eres, y a ti te está vedado declararlo”), un juego que ha tenido resultados tan catastróficos. En vez de eso, obedezcan la instrucción y busquen maneras de capacitarnos para que avancemos en la verdad.”

Así le doy sentido al documento como teólogo. O sea, lo considero como una intervención administrativa de pequeño porte dentro de un argumento mucho más amplio con respecto a lo que es verdad, argumento cuyos parámetros sólo ahora comienzan a hacerse imaginables.

Mucha gente tendrá ahora que formarse su propio juicio con respecto a si obedece la instrucción o no, y si la obedece, entonces, de qué manera. Mi propio instinto (y no tengo pericia alguna en materias éticas) es que sí existe una circunstancia que justificaría que un seminarista gay no saliese, o que un profesor gay de seminario o formador dentro de una congregación religiosa, no renunciasen a su puesto actual. Esta circunstancia es si el obispo de la Diócesis junto con su consejo presbiteral, o el superior religioso con el apoyo de sus oficiales provinciales, declararan públicamente que no van a aplicar la instrucción. Y esto porque, como asunto de conciencia, no creen que la premisa antropológica de la enseñanza eclesiástica actualmente en vigor sea verdad. Y hasta que la verdad del asunto quede más claramente dilucidada por medio del debido estudio de las ciencias humanas, no van a poner en riesgo el porvenir de la porción de la Iglesia a ellos confiada, hipotecándola a una ciencia tan incierta como la que subyace en esta instrucción. Algunas declaraciones públicas recientes hechas por obispos y congregaciones religiosas, puede ser que vayan por allí.

Sin embargo, habrá sin duda Diócesis y congregaciones religiosas que no están preparadas para asumir una posición tan pública y, sin embargo quieren que el seminarista o el profesor gay se quede. Sus autoridades dirán algo así: “Diga lo que diga la instrucción, a nosotros nos parece que lo importante es la madurez afectiva, y no la orientación sexual. De modo que a aquellos seminaristas o sacerdotes gays que juzgamos afectivamente maduros, capaces de mantener el celibato, y defensores de la enseñanza eclesiástica, no les vamos a impedir que entren, o que permanezcan en sus puestos”. Estas autoridades son aparentemente inconscientes del hecho de estar induciendo a seminaristas y profesores a la duplicidad. Pues efectivamente están diciendo “En verdad, no creemos en lo que enseña la Iglesia en esta materia; pero tampoco estamos dispuestos a someterla a un cuestionamiento público racional. De modo que, ¡bienvenidos!, con la condición de que lleguen a ser adultos como nosotros y aprendan a decir en público que mantienen la enseñanza de la Iglesia en este campo, cosa que sabemos muy bien que no hacen, como tampoco lo hacemos nosotros.” Una aparente bondad así, desprovista de coraje y de convicción, conduce a la muerte del alma. En un caso así, al seminarista o profesor le convendría mucho más prestar oídos a la instrucción del Vaticano, salir de aquella institución específica y buscar una esfera más honesta dentro de la vida de la Iglesia para realizar allí su vocación eclesial. La instrucción del Vaticano tiene el mérito de la claridad y la consistencia, aunque esté perfectamente equivocada en su evaluación empírica.

Ahora, permítanme pasar a mi respuesta personal a la Instrucción como sacerdote. Para mí, como para muchos de nosotros, este documento fue largamente esperado. A muchos sacerdotes les sacudieron severamente las observaciones públicas profundamente irresponsables del portavoz papal Dr. Joaquín Navarro Valls hace unos años, cuando aseveró que los sacerdotes gays eran inválidamente ordenados. Esto me pareció una soberana tontería en la época, y me da mucho gusto ver que el asunto ha quedado formalmente sepultado: el hecho de ser gay no impide la validez de la ordenación sacerdotal. También quedé algo aliviado por el evidente reconocimiento, implícito en este documento pero explícito en la carta que lo acompañaba, del hecho de la existencia de sacerdotes que son gays. No hace mucho tiempo el decirlo era considerado como una infamia de parte de gente perturbada. Espero que este reconocimiento tenga el efecto de otorgar cierta libertad a los sacerdotes que tengan la suficiente fuerza psicológica como para decir, por fin, que ellos son así. A fin de cuentas, bien poca cosa puede hacerse al respecto ahora.

Tengo que decir que no estoy ni remotamente ofendido por la evidente implicación del documento de que no se me debía haber ordenado. Todos los involucrados en mi ordenación sabían que yo era gay y, sin embargo, fui ordenado durante un período cuando nosotros, como Iglesia, soportábamos el peso de una incapacidad sistémica para suscitar la cuestión de la verdad de las premisas antropológicas de la enseñanza. Esto, evidentemente, tuvo consecuencias perjudiciales en la capacidad de muchos de nosotros para emitir votos o promesas de celibato psicológicamente válidos. La enseñanza oficial era (y es) que la gente gay no tiene ninguna opción a no ser el celibato, de modo que ¿qué importa si uno tiene un sentido de vocación al celibato o no? Por supuesto, es cierto que el peso sistémico de la deshonestidad no es tan sólo culpa de gente deshonesta, sino que tiene su propia dinámica productora de deshonestidad. Pero aún así, somos muchos, muchos, los hombres que le seguimos la onda al sistema, sacamos provecho de ello, y soportamos el peso de la culpa y la confusión por todo ello. Yo soy uno de ellos, y no estoy de ninguna manera en situación de levantar una queja si alguien dice que no se me debía haber ordenado.

Tampoco me ofende la implicación de que soy deficiente en materia de madurez afectiva. En mi caso, es cierto. Una de las ventajas de mis diez años de estar viviendo como sacerdote que, en materia canónica es una “no-persona”, es que he desarrollado un sentido de la gran brecha que existe entre la generosidad de Aquel que llama y lo poco apropiados que somos los llamados. Es bastante evidente para mí que el sacramento del Orden viene de Dios y opera con relativa independencia, tanto de la idoneidad afectiva como de los sistemas canónicos de aquellos que lo han recibido. Y he aprendido a tener confianza cada vez más en esta realidad. También soy consciente de que cuando algunas personas han hecho mención de una fuerza que ha fluido por mi ministerio, esto tiene muy poco que ver con posibles cualidades personales mías y, mucho menos, con cualquier aprobación canónica de mi papel. Como la mayor parte de los sacerdotes tengo conciencia, por experiencia, de que el peso de la gloria se lleva en vasijas de barro. De modo que confieso que las meditaciones que hace la instrucción con respecto a la idoneidad psicológica para el sacerdocio me parecen emanadas de la Ruritania profunda.

Sin embargo, escribiendo como sacerdote, y pensando en mis hermanos sacerdotes, hay que decir que me llama bastante la atención algo que he visto poco comentado. La instrucción parece que considera que las “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” no son tan sólo un desorden objetivo (un juicio empírico con el cual estoy en desacuerdo); Mucho más notablemente, y creo que con toda razón, sus autores aparentemente consideran que tales tendencias conforman un hecho objetivo acerca de una persona. Ahora bien, esto significa que alguien que esconde el hecho de ser gay, y en compensación proclama a voces su imperecedera lealtad al magisterio ordinario de la Iglesia, no es más idóneo para entrar al seminario o ser profesor en él, que la persona visiblemente gay que expresa algunas reservas con respecto a la cordura de concordar con todo lo que el magisterio diga, sea lo que sea.

Dicho de otra manera – y esto sí me parece importante –, el documento ha cogido el toro por los cuernos al reconocer que estamos hablando acerca de lo que la gente es y no acerca de sus posiciones ideológicas. Esto significa que la instrucción cala por lo menos tan hondo en la derecha como en la izquierda. Me temo que en los últimos años a muchos, muchos jóvenes de un talante bastante conservador se les ha instalado en lugares de formación muy conservadora donde la piedad y una capacidad para mantener y defender posiciones magisteriales, bastante poco plausibles, han llegado a ser el sello distintivo del seminarista marca Juan Pablo II. A tales personas se les formó con la impresión de que el riguroso mantenimiento de la pureza ideológica acabaría con posibles detalles inconvenientes sobre lo que deben ser.

Bueno, esta impresión fue y es falsa. En materia de ser gay, quién eres es una verdad objetiva acerca de ti, e, independientemente de tu posición ideológica o de tu delicadeza de conciencia al reconocerlo, es un hecho que te bloquea el acceso al seminario ya sea como alumno o como profesor. Hasta ahora una capacidad para cierta disimulación acerca de quién eres en esta materia ha sido considerado señal de idoneidad en círculos conservadores, como si el hecho de ser gay fuese un asunto subjetivo del foro interno. Pero esto ya no se sostiene más. Ahora aquella misma disimulación acerca de quién eres es tan sólo una añadidura a una falta de idoneidad que de por sí es objetiva e insuperable.

Pues bien, como sacerdote, mi preocupación es la siguiente: tuve la fortuna, hace unos diez años, de perder todo lo que me era caro, de tener que trabajar para superar el sentimiento de haber sido apuñalado por la espalda por la Iglesia de mi amor, de aprender que la consecuencia de considerar que vale la pena hablar con la verdad en este campo es la pérdida de todo derecho; y de alguna forma empezar a encontrar un sentido en todo esto, y sobrevivir con la fe intacta y fortalecida. Sin embargo, esto es un proceso devastador, y ha sido a partir de varios años de depresión clínica, de desempleo y de parálisis emocional que he comenzado a poder trabajar todo esto. Tener que enfrentar este proceso es algo que no le deseo a nadie.

Mientras tanto, espero que muchos otros sacerdotes gays, de mentalidad más flexible que la mía, hayan tenido suficientes oportunidades para pensar acerca de lo que deben hacer, cómo responder, cómo procesar asuntos como el “salir del armario” y cosas por el estilo. Les habrá tocado vivir, al fin y al cabo, durante toda la incesante cobertura mediática del escándalo del encubrimiento de los sacerdotes pedófilos. Habrán llegado hasta el aburrimiento de tanto escuchar que todo es culpa de los gays, de los liberales o de los teólogos disidentes. Y habrán tenido alguna oportunidad para ajustarse psicológicamente a las nuevas realidades a las que se están enfrentando, así como para desarrollar una capacidad nueva para un discurso honesto, capacidad cuyo nacimiento en ellos es señal de una gran gracia. He tenido el privilegio de encontrarme con un buen número de sacerdotes en esta situación, y de acompañarlos en retiros donde trabajan precisamente sobre la incidencia de estos asuntos en su propia vida.

Los que no habrán tenido oportunidad alguna para prepararse debidamente son aquellos a quienes les dieron a entender que el asunto gay es un asunto ideológico, parte de una guerra cultural, algo que tiene que ver con lo que la gente hace (actos sexuales) o lo que la gente dice (“salir del armario”, desafiar la enseñanza eclesiástica), y no un asunto de lo que la gente es. Los seminaristas y profesores de seminario que se encuentran en esta situación, que estarán entre los menos capaces de expresar su dolor y su protesta, son las personas a quienes les será más duro procesar el sentimiento de haber sido apuñalados por la espalda por el reconocimiento que hace esta instrucción de que el tener “tendencias homosexuales profundamente arraigadas” es un hecho. Un hecho a enfrentar para el que no se les ha dado ningún apoyo psicológico, ni siquiera un vocabulario adecuado. Y estas personas, por consiguiente, si son honestas, tienen que marcharse.

Espero en Dios que aquellos que han embarcado a hombres así por el camino de la irrealidad (y lo han hecho por lo menos en la misma medida que los liberales deshonestos, a quienes suelen despreciar tan pública y ardientemente), pongan ahora a disposición de ellos los recursos financieros y psicológicos adecuados para el cuidado y acompañamiento a largo plazo de éstas sus ovejas exiladas, muchas de las cuales ni siquiera habrán comenzado a hablar del asunto con su propias familias. También esto es asunto de salvación.

Gracias por acompañarme en mi rumiar. Oremos unos por otros mientras nos acompañamos mutuamente a lo largo de este episodio, sorpresivamente esperanzador, en la vida de nuestra Iglesia.

Su hermano, 
James

[1] Su título completo es: Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas. Fue firmada el 4 de noviembre de 2005, y publicada el 29 del mismo mes.

Mi amigo, hermano, y otrora profesor de prosa, el R.P. Oscar Mayorga Dardón OP, de Oaxaca, México, me hizo el enorme favor de revisar, corregir y pulir mi traducción al castellano de este texto, y quisiera aprovechar esta oportunidad para agradecérselo públicamente. – JA


© James Alison, 2005.